La
mayoría de las obras de la escritora británica Ángela Carter(1940-1992)
se consideran pertenecientes a la literatura fantástica, inscritas en el
postmodernismo y con influencias del surrealismo francés,
generalmente basadas en leyendas, relatos y cuentos del folclor popular.
"En compañía de lobos"
es un cuento referido a "Caperucita roja". La historia es una versión
diferente del
cuento clásico de Charles Perrault y los hermanos Grimm que
incluimos en este artículo como referencia para la adaptación
cinematográfica.
En
compañía de lobos.
The Company of Wolves, Angela Carter (1940-1992)
Una fiera y sólo una aúlla en las noches del bosque.
El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el
sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.
De noche,
los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos;
pero ello es así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y
captan la luz de tu linterna para reflejarla sobre ti... peligro rojo; cuando
los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de la luna, destellan un verde
frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecido que ve
de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros
matorrales, sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha
paralizado.
Pero esos
ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se
apiñan, invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas
imprudentemente tardías. Serán como sombras, como espectros, los grises
cofrades de una congregación de pesadilla; ¡escucha!, escucha el largo y
ululante aullido..., un aria de terror súbitamente audible.
La
melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo
una muerte violenta.
Invierno.
Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los
lobos nada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos,
sin los venados que han partido hacia laderas más meridionales en busca de las
últimas pasturas, los lobos están enflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su
carne que podrías contar, a través del pellejo, las costillas de esas alimañas
famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti. Esas
mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el
barbijo canoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque
−aparecidos, trasgos, ogros que asan niños en la parrilla, brujas que ceban
cautivos en jaulas para sus festines caníbales−, de todos, el lobo es el peor
porque no atiende razones.
En el
bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales
de los grandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para
encerrarte, para atrapar en sus red viajero incauto, como si la vegetación
misma estuviera confabulada con los lobos que allí moran, como si los pérfidos
árboles salieran de pesca para sus amigos..., si traspones los soportales
bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por un
instante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la
hambruna, despiadados como la peste.
Los niños
de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas, siempre llevan cuchillos cuando
salen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de
leche agria y quesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes
como ellos; y las hojas se afilan cada día.
Pero los
lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón. Y aunque nosotros no les damos
tregua, no siempre conseguimos mantenerlos a raya. No hay noche de invierno en
que el leñador no tema ver un hocico afilado, gris, famélico, husmeando por
debajo de la puerta; y cierta vez una mujer fue atacada a dentelladas en su
propia cocina mientras colaba los macarrones.
Teme al
lobo y huye de él; pues lo peor es que el lobo puede ser algo más de lo que
aparenta.
Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó un lobo en un foso. El lobo
había diezmado los rebaños de cabras y ovejas; se había comido a un viejo loco
que vivía solo en una choza montaña arriba, entonando alabanzas a Jesús el día
entero; había atacado a una muchacha que estaba cuidando sus ovejas, pero ella
había armado tal alboroto que los hombres acudieron con rifles lo ahuyentaron y
hasta trataron de seguirle el rastro entre fronda; pero el lobo era astuto y
les dio fácilmente el esquinazo. Así que este cazador cavó un foso y puso en él
un pato, a modo de señuelo, vivito y coleando; luego cubrió el foso con paja
untada de excrementos de lobo. Cuac, cuac, gritaba el pato, y un lobo emergió
sigiloso de la espesura; un lobo grande, corpulento, pesado como un hombre
adulto: la paja cedió bajo su peso y el lobo cayó en la trampa. El cazador
saltó detrás de él, lo degolló y le cortó las zarpas a modo de trofeo; pero de
pronto ya no fue un lobo lo que tuve delante, sino el tronco ensangrentado de
un hombre, sin cabeza, sin piernas, moribundo, muerto.
En otra
ocasión, una bruja del valle transformó en lobos a todos los convidados a una
fiesta de bodas, y ello porque el novio había preferido a otra muchacha. Solía
ordenarles, por despecho, que la fueran a visitar de noche y entonces los lobos
se sentaban alrededor de su cabaña y le aullaban la serenata de su infortunio.
No hace
mucho, una joven mujer de nuestra aldea casó con un hombre que desapareció como
por encanto la noche de bodas. La cama estaba tendida con sábanas nuevas y
sobre ellas se acostó la recién casada; el novio dijo que salía a orinar,
insistió en ello, por pudor, y entonces ella se tapó con el edredón hasta su
barbilla y así lo esperó. Y esperó, y esperó, y siguió esperando −¿no está
tardando demasiado?− hasta que al fin se incorpora de un salto y grita al oír
un aullido que el viento trae desde la espesura.
Ese aullido largo, modulado, parecería insinuar, pese a sus escalofriantes
resonancias, un trasfondo de tristeza, como si las fieras mismas desearan ser
menos feroces mas no supieran cómo lograrlo y no cesaran nunca de llorar su
desdichada condición. Hay en los cánticos de los lobos una vasta melancolía,
una melancolía sin fin como la misma floresta, interminable como las largas
noches del invierno. Y sin embargo esa horrenda tristeza, ese condolerse de sus
propios, irremediables apetitos, jamás podrá conmovernos, ya que ni una sola
frase deja entrever en ellos una posible redención; para los lobos, la gracia
no ha de venir de su propio desconsuelo sino a través de un mediador; y es por
ello que se diría, a veces, que la fiera acoge casi con regocijo el cuchillo
que acabará con ella.
Los hermanos de la joven registraron cobertizos y graneros mas no hallaron
resto alguno; de modo que la sensata joven secó sus lágrimas y se buscó otro
marido menos tímido, que no tuviera empacho en orinar en un cacharro y en pasar
las noches bajo techo. Ella le dio un par de rozagantes bebés y todo anduvo
sobre ruedas hasta que cierta noche glacial, la noche del solsticio, el momento
del año en que las cosas no engranan tan bien como debieran, la más larga de
todas las noches, su primer marido volvió a casa.
Un violento puñetazo en la puerta anunció su regreso cuando ella revolvía la
sopa para el padre de sus hijos; lo reconoció en el instante mismo en que
levantó la tranca para hacerlo pasar, pese a que hacía años que había dejado de
llevar luto por él, y que el hombre estuviera ahora vestido de harapos, el pelo
pululante de pulgas colgándole a la espalda, sin haber visto un peine en años.
−Aquí me tienes de vuelta, doña −dijo−. Prepárame un plato de coles. Y que sea
pronto.
Cuando el segundo marido entró con la leña para el fuego y el primero
comprendió que ella había dormido con otro hombre, y lo que es peor, cuando
clavó sus ojos enrojecidos en los pequeñuelos que se habían deslizado hasta la
cocina para ver a qué se debía tanto alboroto, gritó: ¡Ojalá fuera lobo otra
vez para darle una lección a esta puta! Y al punto en lobo se convirtió y
arrancó al mayor de los niños el pie izquierdo antes de que con el hacha de
cortar la leña le partieran en dos la cabeza. Pero cuando el lobo yacía
sangrando, lanzando sus últimos estertores, su pelaje volvió a desaparecer y
fue otra vez tal como había sido años atrás cuando huyó del lecho nupcial; y
entonces ella se echó a llorar y el segundo marido le propinó una tunda.
Dicen que
hay un ungüento que te ofrece el Diablo y que te convierte en lobo en el
momento mismo en que te frotas con él. O que había nacido de nalgas y tenía por
padre a un lobo, y que su torso es el de un hombre pero sus piernas y sus
genitales los de' un lobo. Y que también su corazón es de lobo.
Siete
años es el lapso de vida natural de un lobizón, pero si quemas sus ropas
humanas lo condenas a ser lobo por el resto de su vida; es por eso que las
viejas comadres de estos contornos suponen que si le arrojas al lobizón un
mandil o un sombrero estarás de algún modo protegido, como si el hábito hiciera
al monje. Y aun así, por los ojos, esos ojos fosforescentes, podrás
reconocerlo; son los ojos lo único que permanece invariable en sus
metamorfosis.
Antes de convertirse en lobo, el licántropo se desnuda por completo. Si por
entre los pinos atisbas a un hombre desnudo, deberás huir de él como si te
persiguiera el Diablo.
Es pleno
invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, se posa en el mango de la pala
del labrador y canta. Es, para los lobos, la peor época del año, pero esa niña
empecinada insiste en cruzar el bosque. Está segura de que las fieras salvajes
no pueden hacerle ningún daño pero, precavida, pone un cuchillo en la cesta que
su madre ha llenado de quesos. Hay una botella de áspero licor de zarzamoras, una
horneada de pastelillos de avena cocinados en la solera del fogón; uno o dos
potes de mermelada. La niña de cabellos de lino llevará estos deliciosos
regalos a su abuela, que vive recluida, tan anciana que el peso de los años la
está triturando a muerte. Abuelita vive a dos horas de marcha a través del
bosque invernal; la pequeña se envuelve en su grueso pañolón, cubriéndose con
él la cabeza a guisa de caperuza. Se calza los recios zuecos; está vestida y
pronta, y hoy es la víspera de Navidad. La maligna puerta del solsticio se
balancea aún sobre sus goznes, pero ella ha sido siempre una niña demasiado
querida como para sentir miedo.
En esta región agreste, la infancia de los niños nunca es larga, aquí no
existen juguetes, de modo que desde pequeños trabajan duro y pronto se vuelven
cautos; pero ésta, tan bonita, la hija más pequeña y un tanto tardía, ha sido
mimada por su madre y por la abuela, que le ha tejido el pañolón rojo que hoy
luce, brillante pero ominoso como sangre sobre la nieve. Sus pechos apenas han
empezado a redondearse; su pelo, semejante al lino, es tan claro que casi no
hace sombra sobre su frente pálida; sus mejillas, de un blanco y un escarlata
emblemáticos; y hace poco que ha empezado a sangrar como mujer, ese reloj
interior que sonará para ella de ahora en adelante una vez al mes.
Ella
existe, existe y se mueve dentro del pentáculo invisible su virginidad. Es un
huevo intacto, una vasija sellada; tiene en su interior un espacio mágico cuya
puerta está cerrada herméticamente por una membrana; es un sistema cerrado; no
conoce el temblor. Lleva su cuchillo y no le teme a nada.
De haber
estado su padre en casa, tal vez se lo hubiera prohibido, pero él está en el
bosque, cortando leña, y su madre es incapaz de negarle nada.
Como un
par de quijadas, el bosque se ha cerrado sobre ella.
Siempre
hay algo que ver en la espesura, incluso en la plenitud del invierno: los
apiñados montículos de los pájaros que han sucumbido al letargo de la estación,
amontonados en las ramas crujientes y demasiado melancólicos para cantar; las
brillante orlas de los hongos de invierno en los leprosos troncos de los
árboles; las pisadas cuneiformes de los conejos y venados; las espinosas
huellas de las aves; una liebre escuálida como una raja d tocino dejando una estela
a través del sendero donde la tenue luz del sol motea las ramas bermejas de los
helechos del año que pasó.
Cuando la
niña oyó a lo lejos el aullido espeluznante de un lobo, su manita avezada saltó
hasta el mango de su cuchillo, mas no vio rastro alguno de lobo ni de hombre
desnudo; oyó, sí, un castañeteo entre los matorrales, y uno vestido de pies a
cabeza saltó al sendero; muy joven y apuesto, con su casaca verde y e sombrero
de ala ancha de cazador, y cargado de carcasas de ave; silvestres. Al primer
crujido de ramas, ella tuvo ya la mano en la empuñadura del cuchillo, pero él
al verla se echó a reír con destello de dientes blanquísimos y la saludó con
una cómica pero halagadora reverencia; ella nunca había visto un hombre tan
apuesto, no entre los rústicos botarates de su aldea natal, y así, juntos,
continuaron camino en la creciente penumbra del atardecer.
Pronto
estaban riendo y bromeando como viejos amigos. Cuando él se ofreció a llevarle
la cesta, la niña se la entregó, aunque su cuchillo estaba en ella, porque él
le dijo que su rifle los protegería. Anochecía, y de nuevo empezó a nevar; ella
empezó a sentir los primeros copos que se posaban en sus pestañas, pero sólo
les quedaba media milla de marcha y habría sin duda un fuego encendido, un té
caliente y una bienvenida cálida para el intrépido cazador y para ella misma.
El joven llevaba en el bolsillo un objeto curioso. Era una brújula. La niña
miró la pequeña esfera de cristal en la palma de su mano y vio oscilar la aguja
con una vaga extrañeza. El le aseguró que esa brújula lo había guiado sano y
salvo a través del bosque en su partida de caza, ya que la aguja siempre decía
con perfecta exactitud dónde quedaba el norte. Ella no le creyó; sabía que no
debía desviarse del camino, pues si lo hacía podría extraviarse en la espesura.
Él se rió de ella una vez más; rastros de saliva brillaban adheridos a sus dientes.
Dijo que si él se desviaba del sendero y se adentraba en la espesura
circundante, podía garantizarle que llegaría a la casa de la abuela un buen
cuarto de hora antes que ella, buscando el rumbo a través del boscaje con la
ayuda de su brújula, en tanto ella tomaba el camino más largo por el sendero
zigzagueante.
-No te
creo, y además, ¿no tienes miedo de los lobos?
Él golpeó
la reluciente culata de su rifle y sonrió.
-¿Es una
apuesta?, le preguntó; ¿quieres que apostemos algo? ¿Qué me darás si llego a la
casa de tu abuela antes que tú?
-¿Qué te
gustaría?, dijo ella no sin cierta malicia.
-Un beso.
Los lugares comunes de una seducción rústica; ella bajó los ojos y se sonrojó.
El cazador se internó en la espesura llevándose la cesta, pero la niña, pese a
que la luna ya trepaba por el cielo, se había olvidado de temer a las fieras; y
quería demorarse en el camino para estar segura de que el gallardo cazador
ganaría su apuesta.
La casa de la abuela se alzaba, solitaria, un poco apartada del poblado. La nieve
recién caída burbujeaba en remolinos en la huerta, y el joven se acercó con
pasos cautelosos a la puerta, como si no quisiera mojarse los pies, balanceando
su morral de caza y la cesta de la niña, mientras tarareaba por lo bajo una
canción.
Hay un leve rastro de sangre en su barbilla; ha estado mordisqueando sus
presas.
Golpeó a la puerta con los nudillos.
Vieja y
frágil, abuelita ha sucumbido ya tres cuartas partes a la mortalidad que el
dolor de sus huesos le promete y está casi pronta a sucumbir por completo. Hace
una hora, un muchacho ha venido de la aldea para encenderle el fuego de la
noche y la cocina crepita con llamas inquietas. Su Biblia la acompaña, es una
anciana piadosa. Está recostada contra varias almohadas, en una cama embutida
en la pared, a la usanza campesina, envuelta en la manta de retazos que ella
misma confeccionó antes de casarse, hace ya más años que los que quisiera
recordar. Dos perros cocker de porcelana, con manchas bermejas en el cuerpo y
hocicos negros, están sentados a cada lado del hogar. Hay una alfombrilla
brillante, tejida con trapos viejos, sobre las tejas acanaladas. El tic tac del
gran reloj de pie marca el desgaste de las horas de su vida.
Una vida
regalada ahuyenta a los lobos.
Con sus
nudillos velludos, ha llamado a la puerta.
Tu
nietecita, ha entonado, imitando una voz de soprano.
Levanta
la aldaba y entra, mi queridita.
Se los
reconoce por sus ojos, los ojos de una bestia carnicera, ojos nocturnales,
devastadores, rojos como una herida; ya puedes arrojarle tu Biblia y luego tu
mandil, abuelita, tú creías que ésta era una profilaxis segura contra esta
plaga invernal... Ahora apela a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del
cielo para que te protejan, pero de nada habrá de servirte.
Su hocico
bestial es filoso como un cuchillo; él deja caer sobre la mesa su dorada carga
de roídos faisanes, y también la cesta de tu niña queridita. Oh, Dios mío, ¿qué
le has hecho a ella? Fuera el disfraz, esa chaqueta de lienzo de los colores
del bosque, el sombrero con la pluma ensartada en la cinta; el pelo enmarañado
le cae en guedejas sobre la camisa blanca, y ella puede ver el bullir de los
piojos. En el hogar los leños se agitan y sisean; con la oscuridad enredada en
hirsuta melena, la noche y el bosque han entrado en la cocina.
Él se
quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura del pergamino, una franja
erizada de pelo corre de arriba abajo por su vientre, sus tetillas son maduras
y atezadas como frutos ponzoñosos, pero su cuerpo es tan delgado que podrías
contarle las costillas bajo la piel si te diera tiempo para ello. Se quita los
pantalones y ella ve cuán peludas son sus piernas. Sus genitales, enormes. ¡Ay,
enormes!
Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, los ojos como
ascuas, desnudo como una piedra, acercándose a su cama.
El lobo
es carnívoro encarnado.
Cuando
concluyó con la abuela se relamió la barbilla y pronto volvió a vestirse hasta
quedar tal como estaba cuando entró por aquella puerta. Quemó el pelo incomible
en el hogar y envolvió los huesos en una servilleta que escondió debajo de la
cama, en el mismo arcón de madera en el que halló un par de sábanas limpias.
Las tendió cuidadosamente sobre la cama, en reemplazo de las delatoras
manchadas de sangre, que amontonó en la cesta de la ropa sucia, esponjó las
almohadas y sacudió la manta, levantó la Biblia del suelo, la cerró y la puso
sobre la mesa. Todo estaba igual que antes menos la abuelita, que había
desaparecido. La leña crepitaba en la parrilla, el reloj hacía tic tac, y el joven
esperaba paciente, ladino junto a la cama, con la cofia de dormir de la
ancianita.
Tap-tap-tap.
¿Quién anda ahí?, trina en el cascado falsete de abuelita
Tu
nietecita.
Y la niña
entró trayendo consigo una ráfaga de nieve que se derritió en lágrimas sobre
las baldosas, un poco decepcionada tal vez al ver sólo a su abuela sentada
junto al fuego. Pero él de pronto ha arrojado la manta, ha saltado a la puerta
y se ha apoyado contra ella de espalda para impedir que la niña vuelva a salir.
La niña echó una mirada en torno y advirtió que no había ni siquiera el hueco
que deja una cabeza sobre la tersa mejilla de la almohada y, qué raro, la
Biblia, por primera vez, cerrada sobre la mesa. El tic tac del reloj chasqueaba
como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta pero no se atrevió a
extender el brazo porque los ojos de él estaban clavados en ella: ojos enormes
que ahora parecían irradiar una luz única, ojos grandes como cuencos, cuencos
de fuego griego, fosforescencia diabólica.
¡Qué ojos
tan grandes tienes!
Para
mirarte mejor.
Ni
rastros de la anciana, excepto un mechón de pelo blanco adherido a la corteza
de un trozo de leña sin quemar. Al verlo, la niña supo que corría peligro de
muerte.
¿Dónde está mi abuela?
Aquí no
hay nadie más que nosotros dos, mi adorada.
De
pronto, un inmenso aullido se elevó en torno de ellos, cercano, muy cercano,
tan cercano como la huerta; el aullido de una muchedumbre de lobos; ella sabía
que los peores lobos son peludos por dentro, y tembló, pese al pañolón
escarlata que se ciñó un poco más alrededor del cuerpo como si pudiera
protegerla, aunque era tan rojo como la sangre que ella habría de derramar.
¿Quiénes
han venido a cantarnos villancicos?, preguntó.
Son las
voces de mis hermanos, querida; adoro la compañía de los lobos. Asómate a la
ventana y los verás.
La nieve
había obstruido la mirilla y ella la abrió para escudriñar el jardín. Era una
noche blanca de luna y de nieve; la borrasca se arremolinaba en torno de las
fieras grises, esmirriadas, que, sentadas sobre sus ancas en medio de las
hileras de coles de invierno, apuntaban sus afilados hocicos a la luna y
aullaban como si se les fuera a partir el corazón. Diez lobos; veinte lobos...
Tantos lobos que ella no podía contarlos, aullando a coro, como enloquecidos o
desesperados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y centelleaban como
centenares de bujías.
Hace mucho frío, pobrecitos, dijo ella; no me extraña que aúllen de ese modo.
Cerró la ventana al lamento de los lobos, se quitó el pañolón escarlata, del
color de las amapolas, el color de los sacrificios, el color de sus
menstruaciones y, puesto que de nada le servía su miedo, cesó de tener miedo.
¿Qué haré
con mi pañolón?
Échalo al
fuego, amada mía. Ya no lo necesitarás.
Ella
enrolló el pañolón y lo arrojó a las llamas, que al instante lo consumieron. Se
sacó la blusa por encima de la cabeza. Sus senos pequeños rutilaron como si la
nieve hubiera invadido la habitación.
¿Qué haré
con mi blusa?
También
al fuego.
La fina
muselina salió volando como un pájaro mágico en llamaradas por la chimenea, y
ella ahora se quitó la falda, las medias de lana, los zuecos; y también al
fuego fueron a parar y desaparecieron para siempre; la luz de las llamas se
reflejaba en ella a través de los contornos de su piel; sólo la vestía ahora su
intacto tegumento de carne. Así, incandescente, desnuda, se peinó el pelo con
los dedos. Su pelo parecía blanco, blanco como la nieve de afuera. De pronto se
encaminó hacia el hombre de los ojos color sangre con la desordenada cabellera
pululante de piojos; se irguió en puntas de pie y le desabrochó el cuello de la
camisa.
Qué brazos tan grandes tienes.
Para
abrazarte mejor.
Y cuando
por propia voluntad le dio el beso que le debía, todos los lobos del mundo
aullaron un himno nupcial del otro lado de la ventana.
Qué
dientes tan grandes tienes.
Advirtió
que las mandíbulas de él empezaban a salivar, y la estancia se inundó del
clamor del Liebestod de la selva, pero la astuta niña ni se arredró siquiera al
oír la respuesta.
Para comerte mejor.
La niña rompió
a reír. Sabía que ella no era comida para nadie. Se le rió en la cara, le
arrancó la camisa de un tirón y la echó al fuego, en la ardiente estela de la
ropa que ella misma se quitara. Las llamas danzaron como almas en pena en la
noche de Walpurgis y los viejos huesos debajo de la cama empezaron a
castañetear, pero ella no les prestó atención.
Carnívoro
encarnado, sólo la carne inmaculada lo apacigua.
Ella
apoyará sobre su regazo la terrible cabeza, le quitará los piojos del pellejo y
se los pondrá, quizá, en la boca y los comerá como él se lo ordene, tal como lo
haría en una ceremonia nupcial salvaje.
Cesará la
borrasca.
Y la
borrasca ha cesado dejando las montañas tan azarosamente cubiertas de nieve
como si una ciega hubiese arrojado sobre ellas una sábana; las ramas más altas
de los pinos del bosque se han enjalbegado, crujientes, henchidas de nieve.
Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.
Todo
silencio, todo quietud.
Medianoche;
y el reloj da la hora. Es el día de Navidad, el natalicio de los licántropos,
la puerta del solsticio está abierta de par en par; dejad que todos se hundan.
¡Mirad! Ella duerme, dulce y profundamente, en la cama de abuelita, entre las
zarpas del tierno lobo.
Ángela
Carter (1940-1992)