LAS
SOMBRAS DEL MACURUTÚ
“Todos merecemos una obra de teatro sobre nuestra familia". Tracy Letts.
El destino y la fatalidad se confabularon para señalar y decidir la
existencia de Helen O´Leary Díaz; fueron los responsables directos primero de
su orfandad a muy temprana edad; luego, de sus cuatro viudeces consecutivas en
menos de veinticinco años; adoptaron los caracteres de sus personajes favoritos
para cumplir cabalmente su tarea; personificados en cataclismos, enfermedades,
cólera morbo, viruela negra, y guerras se ensañaron para terminar de manera
abrupta con sus afectos más cercanos, así como con los votos nupciales
contraídos con cada uno de sus esposos, uno a uno, de forma cruel y definitiva.
Su padre, un inmigrante católico irlandés,
fugitivo de las persecuciones religiosas y los continuos enfrentamientos entre
católicos y protestantes en su tierra natal, se había asentado en La Envidia
donde llegó a poseer una estancia con una extensión de más de cuatro mil
fanegadas y un hato de unas mil doscientas reses. Después del fallecimiento de
su esposa a causa de una eclampsia durante su segundo parto, decidió
trasladarse a la capital de la provincia con sus dos hijas gemelas de once
años. Puso el cuidado de las tierras y el ganado adquirido, en manos de un
administrador de su entera confianza quien en adelante le entregó informes anuales
detallados sobre el manejo de sus bienes, lo cual le permitió desentenderse de
la administración de sus propiedades y vivir holgadamente en la ciudad. Allí,
el acaudalado hacendado compró un lote de dimensiones considerables y comenzó
la construcción de una casona en la Calle del Pozo, cerca del Callejón Real, dentro
del exiguo perímetro de la ciudad; se dedicó a establecer relaciones sociales
con los habitantes prestantes de la población, quienes lo aceptaron en su
círculo social; cortejó a Dolores De Armas, una solterona de edad mediana con
quien poco tiempo después contrajo matrimonio; así, llegó a formar parte de las
familias prestantes y prominentes de la población. Su esposa se hizo cargo de
la educación de sus hijas que recibieron una esmerada dedicación por parte de
institutrices encargadas de las clases de piano, bordado, danza, urbanidad y
protocolo según las costumbres de la época; leían y entablaban conversaciones
fluidas en inglés y francés. Durante los cuatro años que siguieron, todo pareció
ir bien; la existencia de los habitantes de la villa fluía lenta y
apaciblemente. Nadie pudo imaginar siquiera los catastróficos hechos que
sacudirían y cambiarían sus vidas hasta el día del cataclismo.
Patrick encontró en la explotación y
exportación del palo de tinte, muy abundante en la región, una nueva y
productiva fuente de ingresos. Instaló un aserrío en un terreno baldío en las
afueras de la población en la prolongación hacia el oriente de la calle Mayor. La
empresa progresó y fue necesario buscar otras fuentes para aprovisionarse de la
mayor cantidad de madera posible; hizo arreglos para comprarle el producto a
los indígenas de la región, quienes conseguían en la provincia de Padilla la
materia prima en bruto y después de larguísimas jornadas de viaje, realizadas a
lomo de mulas, traían la madera cortada rústicamente y luego la trasladaban
hasta el aserrío donde se separaba la corteza del resto de la madera y se
aserraban los troncos .Otros, encontraron más fácil y rápido el transporte de
los troncos utilizando urcas que navegaban bordeando la costa, recogían el
producto en ensenadas previamente acordadas con los taladores para llegar
finalmente a la bahía. La madera del árbol era muy apreciada en Europa por sus
múltiples usos en ebanistería; su madera de color anaranjado-rojizo poseía
propiedades notables, su ductilidad la hacía insustituible en la arquetería ya
que una vez trabajada tendía a mantener la forma original; su dureza y
sonoridad, eran factores determinantes para la manufactura de instrumentos
musicales, principalmente la construcción de arcos de violín. Además, en
Holanda extraían de la corteza el tinte que luego comercializaban con las
factorías textiles inglesas y francesas que lo usaban especialmente para el
teñido de tejidos finos como el terciopelo. Hizo planes para comerciar la
madera de otras especies que se podían utilizar en la elaboración de muebles
finos. El negocio fue tan productivo que produjo la envidia de otros
comerciantes quienes no dudaron en establecer otros aserríos que en pocas
décadas produjeron la extinción de la especie en toda la región.
Las gemelas Helen y Rose Mary O´Leary
llamaban la atención de todos; a los quince años se habían convertido en
hermosas y atractivas mujeres: altas, con caras agraciadas donde destacaban los
ojos de color verde intenso, nariz respingada, hoyuelos en las mejillas, sus
caras enmarcadas en un par de trenzas color de fuego, pecosas, de carnes
firmes, senos altos, cinturas estrechas,
y piernas torneadas, recibían requiebros, piropos y elogios de todos los
jóvenes en las reuniones a las que asistían.
Pronto, las gemelas no pudieron
resistirse y sucumbieron ante la insistencia de los admiradores y el
deslumbramiento causado por una vida social totalmente desconocida para ellas;
eran invitadas continuamente a recepciones y fiestas que se celebraban en el
estrecho y exclusivo círculo social en el Club; ambas fueron cortejadas y
finalmente recibieron propuestas formales de matrimonio de Alfonso Del Real y
Patricio García, dos de sus más devotos pretendientes, las cuales su padre
recibió con beneplácito y consideró oportunas a pesar de la escasa edad de sus
hijas.
El 17 de marzo durante los festejos de San
Patricio, día en que su padre acostumbraba a ofrecer una fiesta de disfraces
para celebrar al mismo tiempo su cumpleaños, su santo y la fiesta más
tradicional de su país de origen, se dio la oportunidad. Aunque muchos de los
asistentes no estaban de acuerdo con la celebración porque la fiesta se
efectuaba en plena cuaresma y tenía visos de carnaval pagano, la curiosidad
pudo más que cualquier otro reparo moral o religioso. Ese día, los invitados lucieron
grandes sombreros verdes y disfraces de duendes; el anfitrión interpretó con
algún acierto y nostalgia varias piezas musicales con la armónica, la gaita irlandesa y un viejo bodhrán,
instrumentos que alternaba como podía, mientras los jóvenes trataban de seguir
el ritmo de las desenfrenadas danzas; abundaron la cerveza y las comidas
típicas irlandesas: salchichas con puré de colcannon, tocino (jamón cocido) con
repollo, estofado, boxty (pastel de papa), pastel de pastor, pan de papa y
morcilla, los platos que Patrick prefería y hacía preparar para la celebración siguiendo
fielmente las recetas más tradicionales de su país de origen.
La
ocasión se presentó propicia. Los progenitores de los pretendientes pertenecientes
a familias respetables y reconocidas de la villa, aprovecharon un descanso en
el baile para solicitar con toda solemnidad la formalización del compromiso.
Tras la petición de mano, se inició el noviazgo y se fijó la fecha de las
nupcias para la víspera del día de la Inmaculada Concepción del diciembre
venidero. A partir de ese día, se vio en las tardes a las dos parejas paseando
por el camino de la playa bajo la estricta vigilancia y compañía de las
chaperonas designadas por la madrastra de las novias entre sus amigas más
cercanas.
La inusual algarabía de las aves de corral
y la inquietud de los perros que ladraban sin cesar, señales premonitorias del
desastre que ocurriría esa fatídica noche, fueron ignoradas o simplemente
pasaron inadvertidas para los desprevenidos durmientes. Un ruido espantoso
proveniente de las entrañas de la tierra, el sonido de cristales rotos, el
estrépito de objetos golpeando el piso, sonidos indescriptibles, gritos
pidiendo ayuda, fueron el comienzo de la calamidad sin nombre que azotó a
Alisios a las tres de la madrugada de ese jueves 22 de mayo.
Exactamente a esa hora, los habitantes de
la ciudad se despertaron con el tremor de la tierra, Patrick O´Leary y su
familia se salvaron milagrosamente porque las habitaciones de la casa que
ocupaban, aún estaban en construcción y apenas tenían un techo provisional de
palmas sobre las vigas; sin embargo, una de ellas cayó sobre el patriarca quien
como pudo se abrió paso entre los escombros. Nunca se recuperaría de las
lesiones, traumas y golpes que sufrió ese día.
Cuando salieron a la calle, la tierra
continuaba temblando, las casas se derrumbaban a su alrededor, todo se
desmoronaba; parecía que el sismo no terminaría nunca, corrieron por el
Callejón Real hasta la plaza de la Catedral, la torre de la iglesia se había desplomado,
la gente buscaba los espacios abiertos. Esquivando los escombros, su padre las
llevó hasta la playa por la calle de la Veracruz; ahí, vieron como la mayoría
de las casas grandes se habían caído, el brazo del río que bordeaba la villa en
sentido paralelo a la playa para luego desembocar en el mar, al final de la
población más allá de la calle de la Santa Bárbara, se había secado de repente
sin explicación alguna, atravesaron el lecho del río a pie porque el pequeño puente
colgante de madera que unía al resto de la población con las fortificaciones y
edificaciones colindantes con la playa estaba seriamente averiado y se
balanceaba peligrosamente en sus extremos: en la siguiente esquina observaron
con asombro que la ermita de Santo Domingo ya no existía y que la ermita de la Veracruz
estaba semiderruida, el mar se había retirado, hecho que provocó la desbandada
de la gente cuando alguien advirtió a gritos el peligro de un inminente
maremoto; la gente corría sin rumbo definido en medio de la oscuridad reinante
de un lado para otro sin ton ni son, buscando sin encontrar un lugar seguro
donde guarecerse de las destructivas e incontrolables fuerzas de la naturaleza.
Bajo las sombras del frondoso Macurutú,
Helen rememoraba los sucesos de manera detallada y vívida:
–
Ahí, vi con estos ojos que se han de comer la tierra y los gusanos, como desde
el asilo de Betania, allá en la calle de la Santa Rita, la gente corría con los
viejitos cargados; el asilo quedó totalmente destruido… no existiera ahora si
no fuera por la Niña Antonia Vengoechea que regaló doscientos pesos para que lo
edificaran otra vez; mi madrastra parecía una hoja, temblaba del miedo; nos
devolvimos por la calle de la Acequia porque por la calle de Santo Domingo no
se podía transitar… la calle estaba obstruida por los escombros de las casas en
varios lugares; teníamos que encaramarnos por encima de ellos para poder pasar,
por donde íbamos corriendo, escuchábamos los gritos de la gente pidiendo
auxilio, no se veía casi nada, llegamos hasta el Callejón de San Francisco y de
ahí hasta la plaza. ¿Se pueden imaginar ustedes ese cuadro? ¡Como si eso fuera
poco, el mar se metió en plena madrugada!
Luego describía cómo el pánico entre los
sobrevivientes aumentó cuando el tsunami causado por el seísmo produjo
marejadas que terminaron de destruir las casas construidas cerca de la playa y
arrastraron toda clase de desechos, el agua del mar penetró en la población
hasta más allá de la Caja de Agua, en la calle de la Veracruz, un depósito que
proveía del preciado líquido a la ciudad y distaba más de trescientos metros de
la playa, ubicado al final de la población. Algunos de los botes de los
pescadores artesanales, se encontraron muy lejos, en la calle de Mamatoco a ocho
o nueve cuadras de distancia de la playa, mientras otros se encontraron
apilados en el cauce del río.
–En el atrio de la iglesia de San
Francisco, el agua alcanzó la altura de una persona; yo creo que muchos de los
heridos que quedaron del terremoto, murieron ese día, ahogados o atrapados bajo
los escombros. Todos pensábamos que el mar se iba a tragar a la ciudad, pero
afortunadamente el agua no subió más, el mar comenzó a retirarse poco a poco.
Ahí permanecimos hasta cuando salió el
sol; hubo muchos temblores después de eso; duraron como dos semanas. Hubo uno
muy fuerte el día 25, que, por cierto, cayó domingo, estábamos en la misa al
aire libre, en la plaza de la iglesia de San Francisco, toda la gente huyó
despavorida de la plaza; los demás fueron menos fuertes, pero causaban miedo
cada vez que ocurrían. En la tarde, los difuntos que encontraron ese día,
fueron puestos en filas, envueltos en sábanas blancas, en un lote baldío que
ahora ocupa el parque del cementerio San Miguel. ¡Eso fue terrible, se me pone
la piel de gallina con solo recordarlo! Ese primer día, sacaron de entre los
escombros a seiscientas cincuenta y seis personas. En el transcurso de los
días, fueron un montón, la gente hablaba de más de dos mil. Se sentía el olor a
mortecina en toda la ciudad, los gallinazos aparecieron por todas partes; ¡por
los gallinazos encontraron a muchos de los muertos! De las edificaciones
grandes solo quedaron en pie la casa de don Manuel Joaquín de Mier, la Casa de
la Aduana… ¡ah y la casa de don Juan Fairbank, se me olvidaba! La ciudad
permaneció en ruinas durante muchísimos años; solo cuando iban a reconstruir
nuevamente alguna casa, removían los escombros. Se derrumbaron más de cien
casas. Los restos del Libertador quedaron expuestos fuera de la tumba, los iban
a botar por los lados del Morro; se salvaron porque Don Manuel Hujueta los
escondió en su casa hasta cuando los enterraron nuevamente unos días después en
el mausoleo de los Díaz Granados.
–Imagínese usted, en esa época estaba en
el gobierno el ateo ese, que expulsó a los sacerdotes y a las monjas del país;
después, cuando se estaba muriendo, lo primero que hizo fue pedir que le
llevaran un cura para confesarse, ¡No sé de dónde carajo lo iban a sacar, si él
mismo los había echado a todos! Debe estar ardiendo en el infierno; si hubiera
sido por él…
Fueron días terribles; el pregonero
anunciaba cada mañana en la plaza de la Constitución los nombres de los
difuntos que habían sido reconocidos por sus familiares o conocidos; familias
enteras murieron esos días. Muy pronto se sacrificaron las pocas gallinas,
pavos, cerdos y chivos que algunos de los vecinos criaban en los patios.
Después, no se conseguía nada para comer, nos ayudábamos entre todos para hacer
sopas de cualquier cosa, hasta trampas para coger las palomas y pichones se
pusieron en esos días, mientras los dueños de los botes repararon los que no
quedaron totalmente inservibles y pudieron pescar otra vez; muchos de los
vecinos se ofrecieron para ayudar a reconstruirlos; ahí no hubo distinción
entre hombres, mujeres, ricos, pobres y esclavos. La casa se había derrumbado
casi toda; dormimos casi al aire libre hasta cuando se pudo medio levantar
nuevamente porque la enfermedad de mi papá impidió terminarla. Empezaron a
llegar noticias de Taganga, donde el terremoto también hizo muchos daños porque
un alud de rocas se desprendió de uno de los cerros del caserío y aplastó la
mayoría de las casas. Transcurrieron como tres meses antes de que la situación
se normalizara.
El matrimonio de las hermanas O´Leary se
realizó con premura, antes de lo previsto; su padre quien nunca se recuperó de
las lesiones sufridas durante el terremoto, se empeñó en que sus hijas tuviesen
la seguridad y el respaldo de maridos respetables, con una situación económica
sólida y definida; el hacendado y comerciante languideció rápidamente, al
principio se quejó de fuertes dolores en el pecho y la espalda, luego, le
faltaba el aire con frecuencia, se asfixiaba con facilidad; luego, los
padecimientos se agravaron cuando comenzó a presentar vómitos de sangre. Fue
atendido por el doctor Alejandro Próspero Révèrénd, el más reconocido médico de la localidad, quien gozaba
de extraordinario prestigio, desde cuando atendió al Libertador durante su
enfermedad y dictaminó tras la autopsia, que la muerte del prócer se debió a
una tisis pulmonar tal como lo aseveró cuando lo atendió.
Luego de un examen minucioso, el galeno
diagnosticó que las fracturas de tres costillas que soldaron indebidamente y la
perforación del pulmón izquierdo, así como la congestión del mismo por
“perniciosos humores”, eran la causa de los males que aquejaban a Patrick. El
estado precario de salud del patriarca, fue el principal motivo para que sus
hijas cumplieran sus deseos y adelantaran las nupcias.
Rose Mary y Helen contrajeron matrimonio
el mismo día, en la misa del día de la Asunción, solo estuvieron invitados a la
boda y a una discreta recepción en la casa paterna sus amigos y parientes más
allegados; pero en adelante, sus vidas tendrían destinos muy diferentes. El
delicado estado de salud del padre quien se deterioraba rápidamente a ojos
vista, fue la causa por la cual Helen decidiera quedarse en la casa paterna, a
pesar de la oposición de su marido, quien quería vivir de manera totalmente
independiente. Pero los deseos del marido sucumbieron ante la férrea y porfiada
voluntad de Helen. Así, el matrimonio García-O´Leary permaneció en un ala de la
casa que se habilitó de forma apresurada, relativamente aislado del resto de la
familia.
Pasiones dormidas y desconocidas para
Helen despertaron de golpe en la intimidad; su esposo, unos diez años mayor que
ella, le enseñó a descubrir todos esos secretos que generalmente se mantienen
ocultos en las alcobas, pero que pueden adivinarse en los comportamientos y
actitudes que se exhiben en público. El paso de niña a mujer fue abrupto, pero
ella se adaptó con rapidez y facilidad a su nuevo estado.
La muerte de su padre ocurriría
exactamente un año más tarde. La vida de Rose Mary sería anodina, transcurriría
en medio de reuniones sociales con sus amigas del club, el juego de canasta y
la frustración de su maternidad. Tuvo un solo hijo, Alfonso quien, desde muy
temprana edad, mostró síntomas de retardo mental que luego se hizo evidente
cuando las institutrices fracasaron en el intento de que aprendiese algo según
los cánones de la época. Así, el bobalicón fue su compañía hasta el nacimiento
imprevisto e inesperado de su única nieta. Su afición por los dulces,
especialmente los chocolates, la convirtieron en poco tiempo en una mujer obesa
en demasía; el tiempo hizo el resto, llegó el momento en el cual el parecido
entre las dos se difuminó hasta casi desvanecerse por completo, ya que su
hermana Helen conservo su figura delgada a pesar de su fertilidad; en poco
menos de cuatro años, se había convertido en madre de tres hijos: Patricio,
Fabricio y Raquel.
Su esposo, Patricio García, adquirió una
extensa propiedad en la parte sur de la ciudad, colindando el río, que bautizó
con el nombre de El Alambique, el cual dedicó al cultivo de la caña de azúcar
donde producía panela y un ron de excelente calidad; además, estableció al
costado del río una tenería donde se realizaban las labores propias del curtido
de las pieles; supervisaba personalmente los procesos de limpieza, curtido,
recurtimiento y acabado de las mejores pieles que lograba conseguir en las
estancias vecinas a la población; la curtiduría prosperó, la calidad y los
acabados de los cueros producidos en ella eran muy apreciados por las
talabarterías en el interior del país para la fabricación artesanal de muebles,
carteras, bolsos, zapatos, billeteras y correas.