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lunes, 26 de octubre de 2020

PALABRA DE MAESTRO: INCLUSIÓN EDUCATIVA

 Una de las mayores preocupaciones de los gobiernos latinoamericanos es la pamema de sus tesis argumentativas para convencer a los ciudadanos de que “la educación es un asunto de todos y un derecho para todos”. No es para menos, la tinta que ha circulado y las voces de desconfianza de académicos y expertos que se han venido levantando, arrojan la certeza de que los nuevos discursos sobre equidad e inclusión necesitan mucho más que frías estadísticas; requieren, por encima de todo, que en el diccionario de las políticas educativas estos vocablos alcancen para todas las esquinas del mapa latinoamericano sin atención a la raza, credo, cultura, estrato socio-económico o a las condiciones deplorables de marginalidad y miseria. Asistimos entonces al primer tropiezo: la distancia establecida entre la definición semántica y la concepción ideológica procura que la primera duerma envuelta en su polisemia, mientras la segunda reconfigura su significado al vaivén de los designios de las potencias económicas internacionales. Es decir, ante la prédica semántica, la ortodoxia de la práctica neoliberal legitima los privilegios del sector minoritario de la sociedad latinoamericana al incluirlos en el circuito económico y político y consolidarlos como grupos de poder, desde el fortalecimiento de la educación privada, entendida como la fábrica de doctores, empresarios y dirigentes políticos. Al contrario, en la otra orilla, los innominados continúan naciendo con su futuro hipotecado por la incertidumbre.

La educación inclusiva cuyo propósito persigue el aprendizaje de todos los niños y jóvenes en igualdad de condiciones, no deja de ser una simple reducción de los reales derechos al desarrollo humano. Nada es más eufemístico que la retórica delirante de los gobiernos en cuanto pregonan la igualdad de oportunidades, cuando dentro de las políticas estatales pervive la segregación espacial y se acentúan los límites geográficos de los más pobres, forjando burbujas sociales con imaginarios idénticos, cuyas necesidades no sólo los estereotipan sino los convierten en invisibles para el resto de la sociedad, tal como lo plantea Sonia Lavín (p.33) “La pobreza deja de ser una situación relativamente transitoria derivada de la falta de empleo, reversible cuando éste vuelve a encontrarse, sino que se convierte en una condición de vida global y permanente…” No es la inclusión en el sistema educativo lo que incentiva la siembra de la dignidad humana, sino la inclusión social, el saberse dueño de un espacio debajo del mismo cielo para todos que certifique la condición de ciudadano nacional con parentesco universal, no de sujeto alòctono, no inscrito en la enciclopedia constitucional, con derechos y oportunidades escritos y juramentados que se reducen durante la distribución en la población. ¿De qué sirve la inclusión en el sistema escolar, si el rezago educativo continúa signado por las distancias económicas, sociales, culturales y políticas? La educación no puede reducirse ni simplificarse a la escolarización, la escuela apenas constituye uno de los escenarios gestores de la autenticación de la ciudadanía, la cual fomenta los principios para conquistar la libertad; pero si los demás escenarios no están disponibles, siguen vedados para el cumplimiento de proyectos de vida, entonces ¿para qué la escuela?

 

Pero echemos una mirada a la dinámica escolar para constatar la manera cómo los gobernantes la utilizan para sembrar y cosechar el determinismo educativo desde el aula. La nesciencia – a veces tachable- del maestro en materia pedagógica impide la identificación desde la neurociencia y la psicopedagogía de las diferencias individuales que demandan aprendizajes dirigidos, focalizados en las distintas formas como los niños y jóvenes acceden al conocimiento. No obstante acceder a los fundamentos teóricos producidos en abundancia por expertos, el maestro se abstiene de reconocer que cada individuo desarrolla unos estilos y aplica unos tiempos para el aprendizaje, entre otros tantos factores que niegan y forcluyen la homogenización de la enseñanza, dado los casos de hipoacusia, ceguera, dislalia o disfasia, como también niños que presentan déficit de atención y problemas convivenciales, entre los habituales y fácilmente diagnosticados hiperactivos. Con esta estrategia, los gobernantes promocionan y reproducen la exclusión académica dejando a la escuela la responsabilidad de nomenclar a los niños ante la sociedad.

 

Si la sociedad latinoamericana ha sido históricamente fragmentada por intereses de clase que confluyen en el poder político y económico de unos cuantos, cómo podremos hablar de equidad. Según el Larousse; tendremos que seguir reproduciendo la concepción ideológica de la clase dominante para entender la equidad como la distribución entre los todotenientes de las riquezas, de las oportunidades y la preservación del poder político y, la repartición equitativa del sufrimiento, del abandono, del hambre, del destierro, de la discriminación, del analfabetismo y de la muerte entre los nadatenientes.

 

La pobreza no se reparte, se extiende y se enfatiza hasta cuando los individuos oxidan sus esperanzas, no obstante, hallan alcanzado excelsos niveles de educación, en cuyo caso, es posible disimularla, esconderla y hasta aplazarla. Sin embargo, cuando las políticas sociales mantienen cerradas las fronteras del barrio, de la vereda, del caserío, emerge de nuevo con su aplastante poder de destrucción.

“En la cultura escolar es necesario indagar las reglas explícitas y ocultas que regulan los comportamientos, las historias y los mitos que configuran y dan sentido a las tradiciones e identidades, así como los valores y expectativas que desde fuera presionan la vida de la escuela y del aula” (Pérez-Gómez 2.005).

Tales tradiciones asignan una manera particular de ser, sentir y expresar la ciudadanía desde el inicio de la niñez y confirman las diferencias que fraccionan las relaciones en la vida escolar, dando cuenta de un choque cultural en la búsqueda del ejercicio del poder ya sea individual o en grupo. Ese desencuentro – a veces imperceptible- también es asumido como marca, indicio, de que, en el universo escolar, a pesar de su naturaleza y especificidad pervive su contenido de complejidades y contradicciones muy cerca de la práctica social desde donde el sujeto inscribe su conducta. Esas mismas complejidades suscitan tensiones que la escuela pretende invisibilizar apelando a los preceptos normativos ganar y perder y acentuando la formación del educando en las dos únicas escalas de valores que afianzan su supervivencia: bueno y malo. Así, la escuela ha venido fracasando en el reparto de igualdades; al contrario, preserva la tradición del humanismo clásico impulsado por los jesuitas quienes “desarrollaron una forma de escolarización que establecía la rivalidad y la competición como motivación para el aprendizaje escolar, así como métodos de presentación y de ejercicio que asegurasen que lo aprendido no sería olvidado.” (Kemmis S. p. 35). Rivalidad y competición que en los tiempos actuales recobra su ímpetu, no como obligaciones morales para que los bienes del conocimiento se mantengan imperecederos en los rincones de la memoria y poderlos exhibir con orgullo. Desde luego que no; la rivalidad y la competición han quedado insertadas en la conciencia escolar como sustento de la reafirmación de las diferencias de clase; maratón clasista que legitima la clasificación vergonzante entre escuelas buenas y malas, como abono a la profundización de las políticas de mercadeo de la educación cuya meta es persuadir a los padres (clientes) para que matriculen a los hijos en las de alto rango, mientras que las clasificadas por debajo de “los estándares de calidad” promulgados por los gobiernos se verán compelidas a cerrar sus puertas. Aquí podríamos aplicar el verso de la famosa ranchera “no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar “de Vicente Fernández, que bien serviría de regla de oro en la escuela para evitar que los niños y jóvenes con marcadas diferencias en el estilo, tiempo y modo de aprendizaje y en la convivencia, sean excluidos del efecto Pigmalión en la escuela y en la vida, hasta iniciar el proceso de pobricidio que los guiará en la búsqueda de su lugar en el mapa de la dignidad humana para - por fin- huir de la tragedia existencial de Jean -Baptiste Grenouille, o en el menor de los casos retar el destino del coronel Aureliano Buendìa.

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