Tal vez, la escasez de respuestas frente a las insaciables preguntas acerca de la voracidad del enemigo invisible bautizado Covid 19 ha mantenido a la gente maniatada con una fuerte carga emocional, sin destino donde lanzarla. Podría parecer ingenuo tratar de explicar por fuera de la antropología, sin acercarse a la sociología y muy lejos de la psicología de masas, los eventos dantescos que han tenido lugar en el lapso de la pandemia los cuales resisten más de una explicación, pero ya la historia reciente del país se ha encargado de sentenciarnos a la perpetuidad del derrame de sangre, no obstante aquel abrazo judaico entre Alberto Lleras y Laureano Gómez en 1.958 después del exterminio de más de trescientos mil pobres que cayeron durante la violencia propiciada por el bipartidismo encabezado por ellos.
Han circulado voces defensivas de un grupo, con el mismo fervor con el que han llenado de argumentos quienes han padecido el dolor de la muerte. Unos pretendiendo abrazar los actos violentos con los preceptos constitucionales y los amparos legales, mientras que la mayoría, las voces cuyo eco traspasó las fronteras de la geografía nacional, se aferra al derecho a la protesta e implora justicia por los muertos caídos como evidencia del poder de las armas en manos de los primeros. Acusaciones y justificaciones sobre la legitimidad del uso de la fuerza letal no cesan a lo largo del continente americano y allende. Las víctimas no causan llanto sino indignación, coraje, resentimiento, se usan como pretexto, o tal vez motivación, para llenarle una página más al gobierno obsecuente, productor de miles de hojas escritas con sangre cuyos dueños soñaban desde la otra orilla sueños libertarios. Pero al fin nos damos cuenta que ya se asoma sin vergüenza el sutil fascismo de un grupo de poder que hará lo que sea necesario, como así lo registra la historia del país, para sostenerse y mantenernos lejos de sus expresiones excesivas de mandato. Oscar Wilde tenía razón cuando dijo que los ojos de la costumbre suelen hacernos ciegos a muchas cosas de la realidad. Es más, la sistemática ocurrencia de violación de derechos humanos junto a los asesinatos selectivos se nos exhiben como eventos noticiosos que se matriculan en la bitácora oficial para comparar estadísticas con años anteriores.
Colombia no debe aceptar la reducción de esta tempestad a un simple relámpago, las voces tienen que mantener su ruido en torno a lo que podría devenir y estar en franquicia para situar el debate político en todos los escenarios que convoquen masas capaces de leer los intersticios que proponen los mandos políticos y militares para legitimar las acciones policiales y de ello, santificar las futuras agresiones criminales. Esa posibilidad que está hirviendo en las huestes del gobierno debe ser desvirtuada en escuelas, universidades y agremiaciones sociales, políticas y sindicales, rechazada en las calles y derrotada en los estrados judiciales. Si la impunidad brilla como siempre, las garantías de vida sólo se validarán encerrados en casa, de lo contrario, las masacres “legítimas” serían olvidadas más pronto que las cincuenta y ocho reportadas por Indepaz en lo que ha corrido del presente año.
Si este momento de cálida efervescencia política admite que este gobierno securitice las tragedias producidas por la represión criminal, y conduzca las preocupaciones de la sociedad a otros escenarios, podremos contar con que esta sangre derramada también llenará los archivos estadísticos policiales. Si el ímpetu derrochado durante la confrontación con las fuerzas policivas se enfría en un inesperado desvalimiento, no habrá forma de que el imperio de la justicia vierta todo su poder constitucional contra los asesinos del Estado para que los muertos le sonrían a la paz por la que dieron su vida.
Nos ha dicho William Ospina: “los dueños del país tienen que sentir alarma ante esto que no han sabido evitar con su poder. Esos millones y millones de pesos que nunca fueron capaces de invertir en evitar los males de la pobreza los tienen que gastar en armas para reprimir a los hijos del resentimiento y de la miseria.” Hablamos de la llama que aunque apagada los tiene que alertar del poder devastador cuando medio se enciende para resistir las embestidas salvajes de los agentes de represión del Estado, o –como en la mayoría de los casos- defender los derechos primarios humanos, sociales y políticos.
Es cierto que el viejo país se incendió el 9 de abril de 1.948; desde entonces hemos asistido a varios intentos de reconstrucción sin el éxito deseado; tal vez por eso, las luchas sostenidas en el campo fueron columpiándose entre la incredulidad y más tarde desesperanza del precariado; y los ninguneados y el rechazo a las llamadas distintas formas de lucha, respaldadas por el histórico adagio La nueva Colombia viene en camino, quizás el escenario de guerra válido y aceptado por unanimidad planetaria sea la urna. Quizás los puntos de inflexión reseñados no satisfagan los anhelos libertarios de la mayoría de los colombianos; quizás-también- la empatía que en el pasado reciente emanaba de un par de candidatos probos y con el país metido en la cabeza ha sido viralizada por las escenas de reproche social publicadas por todos los medios de información y de comunicación, que los sitúan en circunstancias políticas igualitarias con los candidatos y actores de la ultraderecha nacional. Quizás tengamos que prestarle atención a Eric Hobsbawm cuando nos dice que “las sociedades en caída que depositan sus esperanzas en un salvador, en un hombre (o una mujer) providencial, están buscando a alguien incondicional, combativa y agresivamente nacionalista: alguien que prometa dejar fuera el planeta globalizado, cerrar unas puertas que perdieron hace mucho tiempo sus bisagras y que por ello son totalmente inútiles.” Tiene ya la Nueva Colombia agendado a algún alguien ?
(Naciones y nacionalismo desde 1.780)
Fare Suárez Sarmiento
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