EL HOLOCAUSTO DE LOS
PRÍNCIPES DE ÉBANO
Los príncipes Akín
Yakubo y Zunduri Nwankwo, primos entre sí, se bañaban en una de las playas del
estuario formado en la desembocadura por el caudaloso e imponente río Níger; ya
habían almorzado con “oghwo amiedi” o “banga”, una especie de sopa hecha con el
agua y el fruto de la palma, siluro y especias endémicas de África y “ẹ̀bà” o “garri”, tortillas
preparadas con harina de yuca y ñame cultivados por los nativos en las tierras
anegadizas aledañas a uno de los canales del estuario. El muchacho era de
elevada estatura, delgado, musculoso, de piel lustrosa por el aceite de coco;
aparentaba mucha más edad de los catorce años que tenía. Poseía una habilidad pasmosa
para trepar las palmeras de una manera muy peculiar, sin abrazarse al tronco,
se sostenía únicamente con las manos y las plantas de los pies, subía fácil y rápidamente,
luego, cuando llegaba a lo más alto del tronco, se encogollaba para arrancar
los preciados cocos y tirarlos desde allí. En la mañana del día anterior había tumbado
y recogido ciento cincuenta por encargo de su madre Diara, quien los tenía
dispuestos para el trueque que se había convenido con otra tribu vecina para el
siguiente día.
La aldea estaba situada al final de una
suave pendiente en una explanada desde donde se alcanzaba a divisar una pequeña
parte del estuario y más allá, el mar; eran unos sesenta bohíos construidos
alrededor de la casa ceremonial dedicada a Olodumare, el “Omnipotente”.
Pertenecían a la etnia urhobo y algunos años antes, en medio de las guerras de
los yorubas y la disgregación del Imperio de Oyo luego del suicidio por honor del
“alafín” (rey) Aole al ser repudiado por sus súbditos debido al sacrilegio de
intentar atacar la ciudad de Apomu, protegida por la ciudad santa de Ife; y, posteriormente,
ante el avance incontenible de las fuerzas musulmanas bajo el mando de Osman
dan Fodio, un numeroso grupo liderado por el príncipe Ajani Yakubo huyó de
Ibadán; fueron tiempos aciagos: largas y penosas travesías abriendo senderos por
la selva inexplorada, confrontaciones sangrientas con otras tribus, expuestos continuamente
a los ataques de las fieras salvajes, pero lograron escapar de una segura y
cruel esclavitud.
Finalmente, llegaron a un sitio paradisiaco,
se asentaron en el lugar en el cual prosperaron. Ajani como fundador de la
nueva población estableció reglas que incluyeron la división del trabajo según
las castas, el género, la edad y el oficio de los habitantes: guerreros,
cazadores, pescadores, agricultores y artesanos. Se dedicaron a la caza, la pesca y a los
cultivos de pancoger, la yuca, el ñame, las especias, en especial el ´Egusi´,
semillas de melón africano molido, usado para preparar una de las sopas más
elaboradas de Nigeria y que aún hoy, constituye un plato gastronómico muy
apetecido, el “Okro” (quingombó) y el Jengibre; a pesar de que eran casi
autosuficientes, mantenían un activo comercio basado en el trueque con otras
tribus amigables vecinas ubicadas en el delta. Ese día los padres de ambos,
Ajani Yakubo, jefe de la tribu y su cuñado Aleía Nwankwo; acompañados por el
grupo de cazadores, regresaron con las manos vacías de la cacería de venados
que habían emprendido desde la noche del día anterior, les habían permitido ir
hasta el río mientras los hombres hacían la siesta y las mujeres recogían y
apilaban los productos que intercambiarían por cacahuete, “taro” (malanga), sal
de Namibia, maíz y mandioca.
“Saudades”, un pequeño
pero veloz “blockade runner” fondeó a unos trescientos metros de la playa; el
capitán Flavio De Sousa ordenó a los tripulantes que desembarcaran para la
cacería de negros y se aprovisionaran de agua y víveres, dio órdenes precisas,
enfatizó en la cantidad de negros que debían capturar, –– No más de ciento
veinte –– advirtió rotundo.
––¿Qué
hacemos con los demás? ––interrogó el oficial Ricardo Días.
––Lo
que ustedes hagan, no me interesa, ¡Ustedes verán! ––espetó sin una pizca de misericordia,
piedad o humanidad.
Era de los pocos europeos que se atrevía a
internarse en las selvas africanas para atacar y capturar negros para
esclavizarlos; pero en esta oportunidad recibió noticias de una población
ubicada en el delta, muy cerca de la costa; sería fácil realizar una incursión
sin afrontar los peligros del interior. Emboscaría a los indígenas; preparó
cuidadosamente su plan, adquirió las armas necesarias y se dispuso a llevar a
cabo su cometido.
La mayoría de quienes se dedicaban a la
trata de negros preferían comprarlos en Cape Coast a los musulmanes o a las
tribus del Imperio de Oyo que esclavizaban a las tribus más débiles. Como casi
todos los que se dedicaban al comercio de esclavos de la época, había escogido
el mes de junio para realizar el peligroso periplo; los huracanes y tormentas
serían los mejores aliados para eludir las carabelas de las potencias europeas
que prohibieron el tráfico; perseguían, capturaban o hundían a aquellos que se
empeñaron en continuarlo tras el tratado de 1807 impuesto por el Imperio Británico
a las otras potencias europeas: Francia, Portugal, Holanda y España que, en
forma paulatina acataron el pacto.
Los gritos de advertencia
de los vigías alertaron a los nativos que se aprestaron a defenderse de los
traficantes; la lucha fue feroz y encarnizada entre los dos bandos, pero muy
desigual; pronto, los indígenas sucumbieron frente a la superioridad de los filibusteros
armados con mosquetes y arcabuces, perdieron apenas dos hombres. En cambio, niños,
ancianos, mujeres y hombres nativos fueron masacrados sin misericordia hasta la
rendición.
Algunos,
muy pocos, pudieron huir e internarse en la espesa vegetación. Ajani, Aleía,
Akín y Zunduri sobrevivieron, estuvieron entre los ciento veinte escogidos por
los bucaneros de acuerdo con la orden proferida por el capitán De Sousa, no así
Diara, la madre de Akín, quien fue asesinada en la cruenta refriega al oponerse
a ser violada; el marinero le propinó un culatazo con el mosquete que le
fracturó el cráneo. Entre los cautivos se hallaba también la princesa Ashanti,
hermana de Ajani, quien tomó bajo su cuidado y custodia desde ese momento a su
sobrino Akín.
Cuando la resistencia de los nativos hubo
terminado, los bajos instintos condujeron a una barbarie sin límites; las
violaciones a las mujeres, niñas de ocho o diez años y hasta ancianas, fueron
víctimas del abuso sexual; muchas de ellas fueron masacradas. Fue un genocidio
permitido por los oficiales de la embarcación.
La larga fila de hombres, mujeres y jóvenes
encadenados y con grilletes fueron escoltados por diez de los tripulantes
armados de látigos que restallaban a cada momento sobre las espaldas de los
nuevos esclavos ante cualquier resistencia que estos opusiesen.
El
resto de la tripulación saqueó los víveres guardados en la casa ceremonial;
luego, llenaron los toneles con agua tomada del río.
Después
del concienzudo saqueo, los bucaneros prendieron fuego a la población, la
destruyeron totalmente. Les tomó tres viajes en los botes para completar el
aprovisionamiento completo del navío.
2
LA TRAVESÍA HACIA EL
INFIERNO
En
cuanto llegaron los cautivos al buque, el contramaestre Nuno Gonçalves ordenó a los tripulantes el
infame acomodamiento de los esclavos en el entrepuente del navío, donde hacinados,
en condiciones de desnudez, insalubridad, hambre y frío estaban expuestos a las
mordeduras de las ratas que deambulaban libremente entre ellos; Sin embargo,
los lúgubres canticos no se dejaban de escuchar día y noche; los alimentaban
únicamente una vez al día con muy pocas proteínas, ya que los tasajos de jirafa
y venado y el pescado salado estaban reservados para los tripulantes.
Anuar, uno de los nuevos esclavos fue
escogido como cocinero; trataba de alimentar a sus compañeros de desgracias de
la mejor manera posible con las pocas provisiones que ponían a su disposición;
sisaba algunos pescados y trozos de tasajo y los distribuía entre quienes
consideraba más débiles con la aquiescencia de Ajani a quien todos los cautivos
consideraban aún su jefe. Sin embargo, fue descubierto, recibió cincuenta
latigazos como escarmiento para todos.
De Sousa, había fijado una ruta que lo conduciría primero a las islas Bahamas, allí estaría protegido por la patente de corso de la Unión americana, de allí se trasladaría hasta Natal, en la costa brasilera, ciudad donde existía un activo mercado de esclavos; pero ya aprovisionado, cambió de parecer, calculó en seis semanas y media la duración del viaje y decidió dirigirse directamente al Brasil. Podría eludir a las lentas carabelas que generalmente realizaban sus correrías en convoyes para vigilar y perseguir a los piratas.
La primera parte del viaje transcurrió sin
mayores sobresaltos. Habían navegado hacía el oeste mil doscientas millas
náuticas cuando un huracán de proporciones insospechadas hizo su aparición; Súbitamente,
la nave se encontró azotada por fortísimos vientos, las velas fueron rasgadas
de cuajo porque los bucaneros no pudieron arriarlas a tiempo. La embarcación
empezó a derivar hacía el noroccidente sin control durante dos días. Tres de
los marineros que se encontraban en la cubierta cayeron al océano en medio de
la borrasca y no pudieron ser rescatados pese al empeño de los marineros. entre
los gritos de auxilio y la impotencia de los marineros ¡El mar se los tragó!
Cuando la tormenta amainó, el desastre se hizo evidente, la caldera se inundó y quedó inservible: el buque permaneció al pairo con las velas desgarradas tendidas y largas las escotas; la reparación requerida era urgente para proseguir el viaje. Pasaron los días y las semanas y los meses; los víveres y el agua escasearon; cazaron las ratas que infestaban la embarcación para comerlas, hicieron toldos improvisados para recoger el agua lluvia que caía con frecuencia por la estación, el escorbuto y la disentería aparecieron; los esclavos y los miembros de la tripulación fueron diezmados por las enfermedades en un lugar totalmente desconocido. El capitán De Sousa notó con desaliento que había perdido en el insuceso los mapas, el astrolabio y hasta la brújula; trató de guiarse por las estrellas; si sus cálculos eran correctos, se encontraban muy lejos de la ruta trazada. Tuvieron que soportar otras dos tormentas tropicales, pero de menor intensidad que el huracán que tanto daño les había causado.
El contramaestre Gonçalves, después de tres meses a
la deriva constató que el navío había entrado en la corriente del golfo y muy poco
tiempo después avizoraron la imponente Sierra Nevada de Santa Marta y allá a lo
lejos al oriente apenas como una delgada línea, la tierra firme. ––¡Capitán, capitán! ––, llamó a gritos; De
Sousa salió de la cabina apresuradamente; no necesitó que su subalterno le
informase, pudo percatarse con sus propios ojos lo que anheló por tanto tiempo.
––¡Merda! –– ¡Terra! ––exclamó jubiloso De
Sousa
Se encontraban frente a las costas de la
Gran Colombia, específicamente frente al puerto realista de Santa Marta. Sintió
aprehensión; de oídas tenía conocimiento de que los habitantes de la ciudad eran
rabiosamente fieles seguidores monárquicos a pesar de que la colonia se había
emancipado del Imperio Español, ya que la ciudad gozó de privilegios especiales
de la corona durante la conquista y la colonia.
La tripulación se había reducido a
veintiocho hombres de los cien que habían abordado inicialmente; de los ciento
veinte esclavos, solo sobrevivieron cuarenta y tres
De
las dudas, pasó a la acción frenética de prepararse para el desembarque.
Estaban dedicados a esa tarea cuando
fueron avistados por un convoy de carabelas inglesas que los identificaron
inmediatamente y procedieron a dispararles cañonazos de advertencia mientras se
aprestaban para abordarlos. Comenzó a llover; en medio de la desesperación, no
tuvo ninguna otra opción: ordenó que los esclavos remaran para conducir el
navío hasta la costa. La borrasca arreció, la suerte estuvo esta vez a favor de
los bucaneros porque las carabelas abandonaron la persecución y decidieron
resguardarse en el puerto seguro de Santa Marta. Los exploradores que se
adelantaron en los botes a la embarcación, encontraron una amplia bahía aledaña
al puerto de la capital provincial, habitado por una tribu de la etnia de los
Karib, los nativos Gairas, penetraron por el rio, no encontraron resistencia
alguna, los Gairas que trabajaban en su gran mayoría en las haciendas de caña
de azúcar circunvecinas abandonaron su miserable población, se retiraron prudentemente
a los montes que rodeaban el sitio tras la orden del pusilánime cacique de
abandonar el sitio
De la grandeza del pasado de la tribu y de
sus épicas y legendarias luchas con la tribu Taganga, pertenecientes a la misma
etnia por el dominio de la zona, recordaban y emulaban las narraciones homéricas
consignadas en la “Ilíada” y la “Odisea”, quedaban solo relatos dispersos transmitidos
por tradición oral a través de los más ancianos; ellos contaban cómo se
realizaban los enfrentamientos entre las dos tribus en frecuentes batallas navales
con más de doscientas canoas participando en el enfrentamiento, ambos bandos
armados de lanzas y flechas protagonizaban
cruentas batallas hasta cuando el bando perdedor se retiraba de la
contienda, lo cual determinaría una aversión natural entre los dos pueblos que
perduró por décadas.
Envió
mensajeros a la ciudad y a las haciendas establecidas por españoles y criollos
durante el período colonial. Uno de estos últimos, Pascual DiazGranados, poseía
abundantes haciendas en el territorio de la provincia, dedicadas a la
explotación agrícola y ganadera, cuatro de ellas estaban ubicadas muy cerca de
Gaira: Hacienda Santa Cruz del Paraíso, en Gaira; Hacienda Santa Cruz de
Papare, Hacienda Santa Rosa de Garabulla y Hato de Río Frío y Sevillano en
Ciénaga, mientras las otras propiedades se encontraban ubicadas en el Valle de
Upar. Además, poseía otras tierras cedidas a su familia por cédula real desde
los tiempos de la conquista en Gayraca, Cinto, Neguanje y el Playón de Santa
Cruz de los Chimilas. Fue el primero en llegar al caserío con más de cincuenta
hombres fuertemente armados. Representaba a las familias de criollos, españoles
y migrantes de otras nacionalidades que se habían asentado y establecido en la
provincia.