Fare Suárez Sarmiento
No hay que realizar operaciones mentales complejas para descubrir las manifestaciones afectivas de las generaciones anteriores por el sistema educativo de sus tiempos. El magiscentrismo, como única vía dinamizadora de la enseñanza no admitía reparos ni rechazos. Al contrario, el reconocimiento social contribuía a fortalecer su investidura de ethos de la ciencia y las humanidades. No era para menos, como exclusivo poseedor del saber no daba tregua discursiva, en tanto la petrificación del ingenuo y pasivo auditorio se volvía menos dolorosa debido al recital histriónico de los contenidos. Maestros que deslumbraban por el derramamiento prodigioso de los temas, sin consideración alguna frente al calambre de dedos y manos de unos neófitos que invertían cientos de páginas en dictados que luego tendrían que aprender de memoria. De igual manera, la monofonía era condición para que la linealidad de la enseñanza desembocara en el aprendizaje. (Hoy, la sociología de la educación ha demostrado que no existe relación dialéctica entre enseñanza – aprendizaje, y la sicología ha reforzado este principio, comprobando que se aprende lo que se quiere, no lo que el maestro determina).
Solo la voz del maestro se mecía entre las paredes del aula y regresaba a sus oídos sin interferencia alguna. Durante la jornada académica, el auditorio movía el dial, no para cambiar de programa sino de voz. La magia de la palabra apenas era recuperada por los niños y jóvenes durante el receso escolar, punto de encuentro polifónico donde realmente se activa la conciencia comunicativa con la insolvente condición del turno, en la búsqueda de su “socialización primaria” es decir, principios y fundamentos, éticos, morales y sociales a través de las realizaciones lingüísticas con los que el niño llega a la escuela y facilitan su adaptabilidad.
Esta rutina pedagógica de mediados del siglo XIX y muy entrado el siglo XX, se constituyó en una respuesta, una forma de linchamiento pedagógico contra la mayoría de los “sistematizadores”, cuyos métodos de enseñanza en la antigüedad no alcanzaban para el abanico de áreas del conocimiento exigidas en la nueva concepción de educación. Los propósitos de la enseñanza de los sofistas y sus sucesores “enseñar a los hombres a ser elocuentes” recogidos luego por Platón y Aristóteles –entre tantos otros– mantuvieron su génesis, aunque ampliaron sus pretensiones iniciales; tanto, “que ha sido la única práctica (junto con la gramática, nacida después de ella) a través de la cual nuestra sociedad ha reconocido al lenguaje su soberanía” (R. Barthes, p. 89). Ese reconocimiento social planteaba otro reto: “entrenar maestros que fuesen capaces de conceptualizar todos los aspectos de la vida, así como sintetizar la teología cristiana, la antigua filosofía y la ciencia” (S. Kemmis, 1.993) en una clara exposición del escolasticismo de Tomás de Aquino, siempre con prevalencia de la práctica retórica. Ya en el siglo XVII “El Método de la Naturaleza” de Johann Amos Commenio (1.592 – 1.670) irrumpe para dar paso a una mirada menos elitizada del uso del lenguaje. La retórica antigua, sin invalidar su importancia en la aristocracia occidental, deja de ser objeto de enseñanza generalizada obligatoria y cede terrenoal “énfasis especial en el lenguaje ordinario y en el saber del mundo corriente, el empleo de un presunto orden de la naturaleza, como base para el aprendizaje sobre el mundo.”(Ibíd., p.35). Desde entonces se incorpora a la educación una filosofía ajena a los postulados atenienses y romanos: “educar para gobernar” a partir del uso somnoliente del lenguaje enmarcado en estructuras retóricas. Una filosofía que vincula al sujeto con el entramado social y lo reconoce como eje potenciador de los proyectos culturales y científicos, principalmente. Se educa –entonces– “para la vida” en la búsqueda del desarrollo desde lo colectivo, pero focalizado en el recién aparecido concepto de ciudadanía.
El lenguaje retórico abre el camino al académico y se pregona la aceptación del pragmatismo lingüístico en la escuela, en atención a la relevancia de los actos de habla en circunstancias comunicativas concretas; sin embargo, el objetivo fundamental de la educación (perviviría casi un siglo) despeñó hacia el olvido tal propósito al promulgar que la Gramática era “el arte de hablar y escribir correctamente” desde lo cual se derivaría “leer, hablar y escribir correctamente”. Es decir, el “énfasis especial” Commeniano, sería sepultado junto con su interés de que la diasfria (sociolecto) del lenguaje corriente se validara como medio para lograr el aprendizaje. Los códigos sociales, culturales y grupales serían restringidos a los espacios lingüísticos externos a la escuela, y en la violación de este principio, el sujeto sería estigmatizado, censurado y clasebajeado. Así mismo, las manifestaciones idiolectales servían de marco para descifrar las circunstancias socio-culturales de las familias. La cientificidad del lenguaje simbólico y el semanticismo del discurso académico, generaron un choque entre el sujeto propietario de unas formas del decir y las normas escolares con su natural regulación de la práctica lingüística, de tal manera que los niños y jóvenes se sentían amenazados, debido a que su lexicón quedaba en evidencia por la satanización inmisericorde del maestro.
EL MAESTRO “Ser siempre el mismo sin ser jamás lo mismo” (Savater)
Entidad
síquica que da apertura a la exposición en el aula, impone las reglas para el
consumo y establece las condiciones para que su voz halle eco en los
alocutarios. Carece de discurso propio. Más allá de la repetición del
contenido objeto de enseñanza, sus posibilidades expresivas sufren la prisión
de los esquemas mentales forjados por el eidis, convertido en la razón de ser
de su causa pedagógica. El rigor del academicismo no da margen de maniobras
discursivas por fuera del saber parcelado, entregado en pequeñas dosis a los
alumnos sin considerar quiénes serán los beneficiarios, quiénes querrán
salir huyendo para evitar la tortura del retumbe de su voz o quiénes se
compadecerán de su esfuerzo y entrega. Desde luego que no; “el cumplimiento
del deber” lo exonera de la culpa por aquellos que no aprendieron; poco
importan los estilos, los ritmos y las prevalencias genéticas. Él puede
demostrar que “ha cumplido con su deber” con sólo exhibir los cuadernos de los
alumnos.
La bulla, el escándalo y las voces atropelladas durante la jornada académica violan los códigos cerrados del aula. El fin último del lenguaje queda fracturado por la autoridad del maestro. La comunicación queda reducida por la instauración de las relaciones de poder. La articulación del lenguaje con los actos académicos queda subsumida por su voluntad, único poseedor de la palabra, mientras los niños y jóvenes se derriten en deseos de oírse e intercambiar experiencias sobre hechos de su ideario infantil y juvenil, fácilmente convertibles en objetos de enseñanza. Pero ello no es posible porque debilitaría la exhibición de poder del maestro. En estas condiciones, las voces tímidas apenas se perciben en respuestas monosilábicas, y el maestro, ya exhausto, trata de restablecerles la dignidad arrebatada mediante clichés del orden ¿entendieron? O ¿alguna pregunta? Generalmente la respuesta queda inscrita en la opción de no responder, como una estrategia tácita para mitigar el aburrimiento y liberar los oídos de la tiranía sonora del maestro, porque “el silencio, pues, tiene auténtico valor comunicativo cuando se presenta como alternativa real al uso de la palabra” (Escandell Ma. p. 43) decisión válida de la cual pocas veces el alumno se lamenta; más bien, funge como víctima que ha logrado escapar del yugo discursivo del maestro, quien en forma inconsciente secuestra la voz de los alumnos e impide que el aula se inunde con la riqueza sociolectal, la cual podría ser asumida como una epifanía ( ̈*) que logre despertar su numen pedagógico.(*) Del griego epifáneia: brillo súbito.
En las marcas de las relaciones de poder arraigadas en el aula, se cuenta la fórmula farisaica “haga lo que mando y no lo que hago” (Freire, p.15) como estrategia de mantenimiento del control. El lenguaje no fluye desde todas las direcciones. La búsqueda, el asombro y la curiosidad natural del niño por conocer los saberes y por descubrir sus significados aumentan los miedos del maestro de enfrentar situaciones de enseñanza lejos de su dominio. Lo que el maestro hace y dice no es cosa distinta de la construcción de un dique de contención que repele cualquier conato de imitación. Su discurso académico se erige sobre la tarima privilegiada del ethos del conocimiento y propietario absoluto de la verdad. Aunque –como ya se ha expresado– una verdad hurtada que recita sin ningún asomo de vergüenza, puesto que “la verdad sólo circula en voz baja y entre los pobres “(Cultura popular y cultura de masas, p.84) tal es el caso de la ciencia, cuya representación simbólica se extrae de los textos y se incorpora a la cotidianidad académica del aula como si se tratara de contar con los dedos. No existe una traducción mediatizada por el maestro que permee las estructuras rígidas científicas para que la transferencia de la información logre convertirse en conocimiento con la activación del dispositivo cultural del alumno. Por ende, no habrá, tampoco, garantías de aprendizaje ni aceptables niveles de comprensión del fenómeno científico mientras perviva la consuetudinaria práctica de repetición de preceptos descontextualizados del imaginario cultural de la escuela.
Para el caso del lenguaje, los niños –sobretodo– padecen la insolencia de las reglas gramaticales cuando comprueban el saber edumétrico del maestro; normas que le van castrando la espontaneidad comunicativa y enfatizando el miedo a expresar lo que siente. Instrumento de control que el maestro utiliza para promover la inequidad en la medida en que resalta los talentos, sin atender –insisto– las dominancias genéticas. En esa universalización del discurso académico, se corre el riesgo del propiciamiento de la deserción escolar temprana y del temor al fracaso en los intentos de participación oral. Es decir, el maestro enseña desde la atomización lingüística, mientras el niño “aprende” por obligación académica. Estructuras gramaticales que obstaculizan cualquier asomo de interacción discursiva y fuerzan a profundos niveles de abstracción normativa; ejes de enseñanza que enmudecen al auditorio y pulverizan su escasa enciclopedia lingüística, en una clásica “educación bancaria” como lo consigna Paulo Freire: “En vez de comunicarse, el educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras incidencias, reciben pacientemente, memorizan y repiten. Tal es la concepción “bancaria” de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos...” (p. 52).
El
maestro, como propietario de la palabra, activa permanentemente su acto
perlocutivo para provocar acciones que acentúen la obediencia y la sumisión,
en detrimento de la comunicación. La innata relación dialógica del alumno se
coarta en la vía del cumplimiento de órdenes emanadas tanto del maestro como
de los contenidos de enseñanza. La parlanchinería, la narración de sueños y
la exageración del deseo, pierden su riqueza interactiva en el aula porque los
cánones academicistas hacen brillar el imperio de las normas. En este aspecto,
“la pedagogía sistemática aparta al maestro del mundo de la vida y por
ello no da cuenta de su cotidianidad, pues ella se expresa en una realidad que
se ha vuelto metáfora, en tanto es recorrida por un lenguaje de desolación,
no interactivo, incapaz de concebir el reconocimiento del otro, encarnado en un
mundo que amenaza con rebasar la escuela, a los maestros y a los
investigadores.” (Jesús Echeverry, p. 137).
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