“Las
palabras escritas poseen cierta materialidad: un cuerpo filiforme, una
encarnadura de tinta o grafito y la elegancia del trazo. Pueden desplegar
altivas líneas rectas o graciosos arabescos; amenazar con puntas de sierras, o atraer
con curvas sensuales, en cambio, las palabras habladas son entes demasiado
etéreos, poco más que aire, sonido y voluntad, pero tienen un poder mágico. Por
ejemplo, nombro una cosa como un búcaro o una trompeta, y la cosa aparece ante
mí y, lo más asombroso, también ante todas las personas que me han oído
pronunciar la palabra. O bien, eres tú la que pronuncias palabras como amado,
enemigo o estúpido y soy yo el que tiembla de deseo, de miedo o de ira. Y es
que las palabras no sirven solo para designar cosas, para referirnos a lo que
pasa, son también lo que pasa o hace que pasen cosas
.
Las
palabras contenidas en una receta médica o de cocina son capaces de curar una
otitis o de cocinar un potaje de garbanzos y las palabras con las que se dan
órdenes como ¡Alto!, ¡Fuera!, ¡Dilo! o ¡Cállate!, también tienen efectos
poderosos sobre las personas, para que las obedezcan, las incumplan o las
ignoren. Es lo que tiene el imperativo.
Las
palabras son eso y muchas más cosas. Son consuelo, insultos, perdón; también:
conocimientos, herramientas, puzles, piezas, llaves, cerraduras, laberintos….
Cuando, después de una tormenta de palabras o de un tenso silencio, decimos:
Hablemos, todo queda en suspenso para que se produzca el milagro de la
conversación.
Toda
comunicación es una construcción colectiva que afecta a los participantes en la
misma; en el momento en que la producimos se convierte en una entidad
independiente capaz de influir sobre sus propios creadores. Va más allá de ese
modelo compuesto por la suma del mensaje, el emisor, el receptor, el canal y el
ruido, que parece inventado por un radioaficionado.
La
piedra angular de la comunicación es la confianza. Sin confianza sería
inimaginable el enorme consenso que implica un sistema de comunicación
inventado por el hombre cuyas formas son totalmente convencionales. Las
palabras, esos entes sonoros e incorpóreos, no significan nada, sólo significan
lo que el hombre ha querido que signifiquen. Implican una fe conmovedora que se
renueva día a día cuando hablamos.
Psicólogos
y lingüistas no se ponen de acuerdo sobre qué fue antes el pensamiento o el
lenguaje. Seguramente lo primero no fue el verbo, sino el gesto, ni el lenguaje
verbal, sino el ritual, pero la palabra si fue lo primero para el hombre tal y
como lo conocemos ahora. Tanto es así, que Octavio Paz llega a considerar el
ingreso en el mundo del lenguaje como la expulsión del paraíso (o lo que quiera
que hubiese antes de que el hombre cometiese el “pecado cerebral” del que
hablaba el pintor Paul Gauguin), porque ya nunca podremos saber cómo son las
cosas más que a través de este filtro. Claro que también puede verse al revés,
y de lo que nos rescató el lenguaje fue del infierno.
Demasiadas
palabras pueden ocultar más que aclarar las intenciones o los sentimientos,
pero también la palabra es capaz de sustituir a la agresión como modo de
resolver un conflicto, lo cual no es moco de pavo. Puede ocurrir que hablar
demasiado de un paisaje nos impida verlo con los ojos, pero también es verdad
que cuando García Márquez visitó por primera vez nuestro país declaró que ya
conocía Soria y los campos de Castilla y, según parece, no le decepcionaron.
En
cualquier caso, una vez adquirido el lenguaje, no traducimos los pensamientos a
nuestra lengua, pensamos en nuestra lengua, por lo tanto, la estructura
semántica, sintáctica y gramatical del idioma que usamos, estructura el
pensamiento y determina la comunicación. Desde ese punto de vista el hombre es
un “mono
gramático”, claro que sin dejar de ser un mono emocional y
social.
Uno
de los modos más básicos de comunicación son las fórmulas de cortesía o de
circunstancias. Palabras como ¡Buenos días!, ¡Le veo muy bien!, ¡Bonito coche!,
¡Muy amable! o ¡Muchas gracias!, pueden parecer rituales, incluso banales,
mientras todo va bien, pero si se omiten o se usan mal, pueden tener
consecuencias desagradables. Eric Berne las asemeja al intercambio de caricias
(mimos, juegos, desparasitación) que practican los primates para inhibir la
agresividad, mantener el contacto y la cohesión social. Nosotros disponemos de
la palabra: ¡Utilicémosla!”
Alfonso Ramírez de Arellano
Alfonso Ramírez de Arellano
No hay comentarios:
Publicar un comentario