«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (Meditaciones del Quijote, 1914).
MOMENTOS DE LA VIDA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ |
La
existencia de un hombre está signada por las condiciones de su
contexto; por aquello que llamó José Ortega y Gasset la "circunstancia";
que en últimas, constituye la búsqueda de su ser fundamental. El ser
humano es un trozo de historia que se construye a lo largo y ancho de su
devenir existencial.
Un
trozo de memorable historia para Latinoamérica y el mundo fueron los 87
años vividos por el Premio Nobel colombiano quien a través de sus
obras, mostró de una manera particular al mundo la esencia del ser
latinoamericano. Destacamos de su discurso, al recibir el Premio Nobel
su perspectiva de la América Latina:
(...)
Hace 11 años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno
Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas
conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido
desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la
América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres
históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos
tenido desde entonces un instante de sosiego. Un presidente prometeico
atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un
ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos
segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo.
En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un
dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer
etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20
millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que
son más de cuantos han nacido en la Europa occidental desde 1970. Los
desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120,000, que es
como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad
de Upsala.
Numerosas
mujeres arrestadas encinta dieron a luz en cárceles argentinas, pero
aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados
en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades
militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de
200,000 mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100,000
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América
Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los
Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes
violentas en cuatro años.
De
Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de
personas: el 10% de su población. El Uruguay, una nación minúscula de
dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más
civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada
cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979
casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con
todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una
población más numerosa que la de Noruega.
Me
atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no solo su expresión
literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca
de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con
nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes
cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de
desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no
es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos,
músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la
imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la
insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra
vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues
si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su
esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado
del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se
hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible
que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos,
sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y
que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para
nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad
con esquemas ajenos solo contribuye a hacernos cada vez más
desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios.
Tal
vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en
su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para
construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma
se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes
de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el
siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos
mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de
fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12,000 lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a 8,000 de sus habitantes.
No
pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión
entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53
años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador,
los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más
justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos.
La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos,
mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que
asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América
Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene
nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se
conviertan en una aspiración occidental.
No
obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas
distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en
cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos
admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de
suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por
qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de
imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano
con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el
dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias
seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3,000
leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo
han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que
vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el
tamaño de nuestra soledad.
Sin
embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra
respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni
los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos
y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre
la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74
millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos
nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva
York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y
entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países
más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como
para aniquilar 100 veces no solo a todos los seres humanos que han
existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado
por este planeta de infortunios.
Un
día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me
niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este
sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera
vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se
negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple
posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de
todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de
fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que
todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía
contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda
decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el
amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a 100
años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad
sobre la tierra.(...)
Su
compromiso con la realidad latinoamericana fue indeclinable. Su
optimismo sobre el futuro de esta parte del mundo, lo acompañó aún en
los momentos de infortunio. La lectura de cada una de sus obras, es el
mejor homenaje a quien ya contamos entre los inmortales. Su camino
terminó, sus huellas son imperecederas.
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