A
pesar del reconocimiento universal de Gabriel García Márquez como
narrador, resulta poco conocida y aún menos estudiada, la relación del
inmortal escritor con la poesía. Por ello, resulta esclarecedor y de
gran interés, el ensayo escrito por el reconocido poeta, narrador,
periodista y docente universitario, escritor samario, José Luis
Diazgranados autor de una obra prolífica, sobre este aspecto del Nobel
colombiano. Con el ánimo de divulgar esta faceta del "único inmortal
vivo", trancribimos su autorizada opinión:
LA POESÍA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Entre nostalgias de la casa grande de Aracataca, alegrías y timideces multicolores, vividas o soñadas en las nacientes aventuras preadolescentes en Barranquilla y las conventuales y monótonas vigilias en Zipaquirá y Bogotá, nacen y crecen los primeros poemas de amor, reflexión y soledad, salidos de la pluma febril de Gabriel García Márquez.
Recordemos
que Leopoldo Mozart, el padre de Amadeus, era un músico que estaba muy
lejos de poseer la gracia de los dioses y que don José Ruiz Blasco, el
progenitor de Picasso, era un profesor de dibujo que en su vejez, escaso
de la vista, encargaba a su precoz hijo que terminara de perfeccionar
los ojos de las palomas y otros pequeños detalles de sus pinturas. No
cabe duda, sin embargo, que de estos oscuros artistas sin ambiciones
brotaron las maravillosas vocaciones de sus geniales hijos.
Por
eso cuando nos enteramos que don Gabriel Eligio García, además de ser
telegrafista en Aracataca, partero, dentista y farmacéutico en Sucre y
violinista inspirado en sentidas y románticas serenatas en Santa Marta y
Riohacha, era un poeta de entusiasmos dominicales -que pergeñaba en
forma especial las décimas, los romances y los sonetos endecasílabos en
celebraciones familiares y aniversarios cívicos-, corroboramos la
anterior convicción.
De
manera que esta circunstancia, sumada a un especial temperamento de
niño observador e imaginativo y a la influyente personalidad de su
abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez y a la prodigiosa agudeza
mental, supersticiosa y mística, de Tranquilina Iguarán Cotes, su
abuela, determinaron sin lugar a dudas la adhesión espiritual y
vitalicia hacia lo que Gabriel García Márquez denominaría más adelante
como “los espíritus esquivos de la poesía”.
En
1940, cuando el futuro autor de Cien años de soledad acababa de cumplir
sus 13 años y cursaba el primer año de secundaria en el Colegio San
José de Barranquilla, regentado por los padres jesuitas, dio a conocer
unas tímidas muestras de su enorme capacidad para versificar, cuando le
improvisaba a cada uno de sus condiscípulos lo mismo que a sus
profesores, cuartetas festivas y versos satíricos, sin que hubiera en
alguno de ellos ningún asomo de gracia lírica.
“El
padre Luis Posada -recuerda Gabo en sus memorias-, capturó uno, lo leyó
con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en
el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para
proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista
Juventud, órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción
inmediata fue un retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que
resolví con un rechazo nada convincente: -Son bobadas mías. El padre
Mejía tomó nota de la respuesta y publicó los versos con ese título
-“Bobadas mías”- y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la
revista y con la autorización de las víctimas”…
Por
ese tiempo, Gabo tenía el vicio de leer todo lo que cayera en sus manos
y se aprendió de memoria decenas de romances del repertorio popular y
los más hermosos poemas del Siglo de Oro español. También, el súbito
aliento embrujador de los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda sedujo
al joven Gabo hasta el punto de aprenderse de memoria y recitar no pocas
veces al día el famoso “Poema veinte”, lo cual ocasionaba la cólera de
algún jesuita.
En
los años iníciales de la década conoció en Barranquilla a un muchacho
algo mayor que él llamado Cesar Augusto del Valle, alto, bohemio y
melenudo, quien comandaba un grupo denominado Arena y cielo, en homenaje
e imitación al de Piedra y cielo que desde Bogotá integraban Eduardo
Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez, Gerardo Valencia, Tomás
Vargas Osorio, Darío Samper y Carlos Martín, quienes a su vez estaban
asimilando las influencias de César Vallejo, Pablo Neruda y de los
poetas españoles contemporáneos. Fueron los años, como lo dice el mismo
Gabo, que le dieron la base retórica para soltar sus duendes, ciclo que
culminó meses después con la muerte prematura del joven César Augusto.
Una
breve muestra de lo que escribía Gabito en esa época es el poema
titulado “La muerte de la rosa”: Murió de mal de aroma / Rosa idéntica,
exacta. / Subsistió a su belleza. / Sucumbió a su fragancia. / No tuvo
nombre: acaso / La llamarían Rosaura, / O Rosa-fina, o Rosa / Del amor o
Rosalía, / O simplemente: Rosa, / Como la nombra el agua. / Más le
hubiera valido / Ser siempreviva, Dalia, / Pensamiento con luna / Como
un ramo de acacia. / Pero ella será eterna: / Fue rosa y eso basta. /
Dios le guarde en su reino / A la diestra del alba.
Durante
su adolescencia, Gabriel García Márquez no mostró interés literario
distinto de la poesía. Recitaba de memoria en veladas familiares,
sesiones solemnes y eventos escolares el poema “El circo” del maestro
Guillermo Valencia, poemas de la barranquillera Meira Del mar -de quien
sería después cercano amigo- y el famoso disparate lírico de don José
Manuel Marroquín, el cual comenzaba: Ahora que los ladros perran, ahora
que los cantos gallan, / Ahora que albando la toca las altas suenas
campanan; / Y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran / Y que
los silbos serenan y que los gruños marranan / Y que aurorada rosa los
extensos doran campan, / Perlando líquidas viertas cual yo lágrimo
derramas / Y friando de tirito si bien el abraza almada, / Vengo a
suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.
Un
buen día, don Gabriel Eligio decidió que su primogénito se fuera a
estudiar al interior del país. Luego de un viaje de 8 días por el Río
Magdalena hasta Puerto Salgar y luego en tren hasta la remota y glacial
Bogotá, el joven Gabo se enteró que la beca diligenciada por su padre lo
conducía hasta un municipio situado a pocas horas de la capital de la
República, donde la única catedral de sal del mundo es su símbolo
perpetuo. Allí, en el Liceo Nacional de Zipaquirá, padeció largas horas,
días y semanas de silencio, frío y llovizna, lo más opuesto a la
camaradería, el bullicio y la parranda musical de su tierra costeña.
“Mal
educado en los espacios sin ley del Caribe -escribe Gabo sesenta años
después- me asaltó el terror de vivir los 4 años decisivos de mi
adolescencia en aquel tiempo varado”. Sin embargo, en la natural
adaptación al nuevo ambiente, se familiarizó pronto con el ropaje
moderno y progresista de la mayoría de sus profesores, casi todos
formados en la Escuela Normal Superior, bajo la dirección del psiquiatra
y cuentista vallenato José Francisco Socarrás. Y así, entre lecciones
nada disimuladas de marxismo, lecturas de Vargas Vila y de José Eustasio
Rivera y poemas de Residencia en la Tierra de Neruda, Gabito comenzó a
escribir poesía de manera voraz, influido también por los textos de los
Piedracielistas que aparecieran en las Lecturas Dominicales de El Tiempo
que dirigía Eduardo Carranza.
En
septiembre de 1943 le llegaron a Zipaquirá los ecos de la controversial
visita a Colombia de Pablo Neruda y de la violenta polémica que lo
enfrentó el líder conservador Laureano Gómez. Tres décadas más tarde el
poeta chileno declararía que la novela estelar de García Márquez era el
Quijote de América y pediría para él el Premio Nobel de Literatura.
Cuando este deseo se hizo realidad Gabo en su discurso de recepción le
rendiría homenaje, llamándolo “Pablo Neruda el grande, el más grande, en
cuyos versos destilan su tristeza milenaria, nuestros mejores sueños
sin salida”.
De
pronto y a manera de recompensa precoz al solitario poeta, fue nombrado
rector del Liceo el más joven de los integrantes de Piedra y Cielo,
Carlos Martín, quien desde el primer momento descubrió los destellos
poéticos del alumno de Aracataca y le tomó una gran simpatía, al punto
que un día le prestó La experiencia literaria de Alfonso Reyes, libro
que lo deslumbró de principio a fin y le reveló sorpresivas afinidades
del corazón, como fueron las letras de los boleros de Agustín Lara.
Ya
por entonces Gabito imitaba a Eduardo Carranza en las prosas líricas
que, a la manera de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, publicaba
Carranza en la revista sábado. Animado por Martín en la lectura de los
famosos cuadernillos dirigidos por Jorge Rojas, Gabo ensayó escribir un
texto en cuartetos eneasílabos, titulado “Poema desde un caracol”:
Yo he visto el mar. Pero no era
El mar retórico con mástiles
Y marineros amarrados
A una leyenda de cantares.
Ni el verde mar cosmopolita
---mar de Babel--- de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.
Ni el mar de Ulises que tenía
Siete sirenas musicales
Cual siete islas rodeadas
De música por todas partes.
Ni el mar inútil que regresa
Con una carga de paisajes
Para que siempre sea octubre
En el sueño de los alcatraces.
Ni el mar bohemio con un puerto
Y un marinero delirante
Que perdiera su corazón
En una partida de naipes.
Ni el mar que rompe contra el muelle
Una canción irremediable
Que llega al pecho de los días
Sin emoción, como un tatuaje.
Ni el mar puntual que siempre tiene
Un puerto para cada viaje
Donde el amor se vuelve vida
Como en el vientre de una madre.
Que era mi mar el mar eterno,
Mar de la infancia, inolvidable,
Suspendido de nuestro sueño
Como una paloma en el aire.
Era el mar de la geografía
De los pequeños estudiantes,
Que aprendimos a navegar
En los mapas elementales.
Era el mar de los caracoles,
Mar prisionero, mar distante,
Que llevábamos en el bolsillo
Como un juguete a todas partes.
El mar azul que nos miraba,
Cuando era nuestra edad tan frágil
Que se doblaba bajo el peso
De los castillos en el aire.
Y era el mar del primer amor
En unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
-mar de la infancia- y ya era tarde.
Gabo
no cabía de la dicha a sus 17 años pensando en que sería un poeta y
nada más que un poeta. Luego de graduarse de bachiller con honores, pues
además de haber sido quien pronunció el discurso de rigor en la sesión
solemne, fue uno de los escogidos por Carlos Martín para asistir a la
audiencia concedida por el Presidente de la República, un escritor de 38
años, Alberto Lleras Camargo, de quien más tarde sería uno de sus más
cercanos amigos, para discutir sobre diferentes temas relacionados con
la educación nacional.
Al
ingresar a la Universidad Nacional meses más tarde, conoció a Pedro
Gómez Valderrama, entonces un joven de 23 años, cuyos libros de poemas
Norma para lo efímero y Biografía de la campana, habían despertado la
admiración del poeta de Aracataca. “Mi sorpresa más grata -recuerda Gabo
en Vivir para contarla-, fue encontrar como secretario general de la
Facultad de Derecho al escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía
noticia por sus colaboraciones tempranas en las páginas literarias, y
que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte prematura”. No
olvidemos que muchos años después, García Márquez sería uno de los más
entusiastas lectores y admiradores de La otra raya del tigre, la
magistral novela de Gómez Valderrama.
En
la Nacional, Gabo continuó escribiendo secreta y públicamente poesía.
Dos condiscípulos suyos, egresados del Liceo de Cervantes, Luis
Villar-Borda y Camilo Torres Restrepo, eran los redactores en aquel
entonces del suplemento literario del diario La Razón, fundado y
dirigido por el poeta -cuyos sonetos admiraba y decía Gabo de memoria-,
Juan Lozano y Lozano. Con ellos, al igual que con Plinio Apuleyo
Mendoza, Gonzalo Mallarino, Álvaro Mutis y Álvaro Castaño Castillo, el
joven escritor costeño se reunía en el Café Asturias, -lo mismo que con
De Greiff, Jorge y Eduardo Zalamea en los cafés Windsor y El Molino-, y
no tardó en colaborarles poéticamente en La Razón y posteriormente en
Sábado, revista que dirigía el padre de Plinio, un legendario y
aguerrido periodista y político liberal.
En
La Razón, en una columna bautizada “Poetas Universitarios” apareció
firmado por Gabriel García Márquez un poema titulado “Geografía celeste”
con el antetítulo de “Elegía a la Marisela”, que dice así:
No ha muerto. Ha iniciado
Un viaje atardecido.
GABO EN SU JUVENTUD |
No ha muerto. Ha iniciado
Un viaje atardecido.
De azul en azul claro
-de cielo en cielo- ha ido
por la senda del sueño
con su arcángel de lino.
A las tres de la tarde
Hallará a San Isidro
Con sus dos bueyes mansos
Arando en cielo límpido
Para sembrar luceros
Y estrellas en racimos.
-Señor, ¿cuál es la senda
para ir al Paraíso?
-Sube por la Vía Láctea,
ruta de leche y lirio,
la menor de las Osas
te enseñará el camino.
Cuando sean las cuatro
La Virgen con el Niño
Saldrán a ver los astros
Que en su infancia de siglos
Juegan la Rueda-Rueda
En un bosque de trinos.
Y a las seis de la tarde
El ángel de servicio
Saldrá a colgar la luna
De un clavo vespertino.
Será tarde. Si acaso
No te han guardado sitio
Dile a Gabriel Arcángel
Que te preste su nido
Que está en el más frondoso
Árbol del Paraíso.
Murió la Marisela.
Pero aún queda un lirio.
Era evidente que además de la influencia pegajosa de la poesía de los Piedracielistas, Gabo parecía querer contarnos un cuento en cada poema o versificación. Reiteraba, sin saberlo, que cada buen poema no era otra cosa que el teatro de una acción. Y así, hasta que por propia confesión, se sintió cegado por el rayo de sol de La metamorfosis de Kafka, en un insólito camino hacia el Damasco narrativo, Gabo se convenció a sí mismo que la avenida ancha de su destino literario no estaba en la poesía propiamente dicha como género a cultivar sino en la novela y el cuento (el cuento, por lo pronto), en tanto que aquella era tan sólo un preludio prodigioso y fosforescente, un ejercicio de disciplina impostergable, un riguroso sistema de elaboración de estructuras literarias para obras superiores aún no soñadas.
-de cielo en cielo- ha ido
por la senda del sueño
con su arcángel de lino.
A las tres de la tarde
Hallará a San Isidro
Con sus dos bueyes mansos
Arando en cielo límpido
Para sembrar luceros
Y estrellas en racimos.
-Señor, ¿cuál es la senda
para ir al Paraíso?
-Sube por la Vía Láctea,
ruta de leche y lirio,
la menor de las Osas
te enseñará el camino.
Cuando sean las cuatro
La Virgen con el Niño
Saldrán a ver los astros
Que en su infancia de siglos
Juegan la Rueda-Rueda
En un bosque de trinos.
Y a las seis de la tarde
El ángel de servicio
Saldrá a colgar la luna
De un clavo vespertino.
Será tarde. Si acaso
No te han guardado sitio
Dile a Gabriel Arcángel
Que te preste su nido
Que está en el más frondoso
Árbol del Paraíso.
Murió la Marisela.
Pero aún queda un lirio.
Era evidente que además de la influencia pegajosa de la poesía de los Piedracielistas, Gabo parecía querer contarnos un cuento en cada poema o versificación. Reiteraba, sin saberlo, que cada buen poema no era otra cosa que el teatro de una acción. Y así, hasta que por propia confesión, se sintió cegado por el rayo de sol de La metamorfosis de Kafka, en un insólito camino hacia el Damasco narrativo, Gabo se convenció a sí mismo que la avenida ancha de su destino literario no estaba en la poesía propiamente dicha como género a cultivar sino en la novela y el cuento (el cuento, por lo pronto), en tanto que aquella era tan sólo un preludio prodigioso y fosforescente, un ejercicio de disciplina impostergable, un riguroso sistema de elaboración de estructuras literarias para obras superiores aún no soñadas.
Sin
embargo, con esa sorda y peligrosa terquedad de quien no es nadie pero
quiere serlo todo, Gabo continuó escribiendo poemas y sonetos de medidas
perfectas y publicándolos en las páginas de sus buenos amigos, unas
veces con el seudónimo de “Javier Garcés” y otras con su nombre
verdadero. A mediados de 1945 publicó con seudónimo el soneto “Tercera
ausencia del amor”:
Este amor que ha venido de repente
Y sabe la razón de la hermosura.
Este amor, amorosa vestidura
Ceñida al corazón exactamente.
Este amor que es harina en la ternura,
Que es infancia de sueños en la frente,
Que es líquido de música en la fuente
Y es lucero nostálgico en la altura.
Este amor que es el verso y es la rosa,
Y es saber que la vida en cada cosa
Se nos repite cada vez más fuerte.
Tan eterno, este amor tan resistible,
Que comparado al tiempo es imposible
Saber dónde limita con la muerte.
“Es
difícil imaginar, escribe Gabo en sus memorias, hasta qué punto se
vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro
modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas
partes. Abríamos el periódico, aún en la sección económica o en la
página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la taza, y
allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros
sueños”.
Y
como Bogotá no era solamente la capital de la República y la sede del
gobierno, sino sobre todo la ciudad donde vivían los poetas, no sólo
creía Gabo en la poesía y se moría por ella, sino que sabía con certeza
que, como lo escribió Luis Cardoza y Aragón, “era la única prueba
concreta de la existencia del hombre”.
Un
soneto bautizado “Sin título” -junto con el “Soneto matinal a una
colegiala ingrávida”-, son los últimos poemas que Gabriel García Márquez
publicó en los diarios capitalinos y en cualquier otro periódico de la
Tierra, antes de que apareciera “La tercera resignación”, su primer
texto narrativo, hace exactamente 60 años en el suplemento Fin de semana
de El Espectador. “Sin título” dice así:
Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
Y algo en tu sangre late y no reposa
Y en su tallo de agua temblorosa
El surtidor florece su alegría.
Si alguien llama a tu puerta y todavía
Te queda tiempo para ser hermosa,
Si aún existe la arteria de la rosa
Para tomarle el pulso a la poesía.
Si alguien llama a tu puerta una mañana,
Sonora de palomas y campanas
Y aún crees en el dolor de la alegría;
Si aún la vida es verdad y el beso existe,
Si alguien llama a tu puerta y estás triste
Abre que es el amor, amiga mía.
Hoy,
cuando el orbe entero está celebrando los 80 años del nacimiento del
genial fabulista de Macondo, el único inmortal vivo de nuestro tiempo,
queremos reconocer en su narrativa magistral, el duende inequívoco de la
lírica, las deslumbrantes y arrobadoras gotas de luz con que suele
constelar su prosa prodigiosa, y corroborar así que la presencia de la
poesía en la novela, el cuento y el periodismo de Gabriel García Márquez
no es solamente la prueba concreta de la magnificencia de su parábola
vital, sino que es la única artífice de una obra que desde siempre nos
ha pertenecido a todos y que se cristaliza en la memoria de los tiempos
“más allá del aire donde se terminan las cuatro de la tarde hasta donde
no pueden alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.
José Luis Díaz-Granados
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